En la penumbra de los espacios públicos, donde la política, los negocios y los medios de comunicación se rozan como viejos amigos que desde hace tiempo tienen demasiado que contarse, surge una palabra que pronunciamos con vacilación: complicidad.
Tiene esa cualidad pesada y metálica que nos incomoda, porque da en el clavo con mayor precisión que cualquier jerga técnica edulcorada. Y, sin embargo, ya sería hora de liberar este término de su cuarentena moral.
Porque describe una realidad que hemos ocultado tras cortinas eufemísticas durante demasiado tiempo; una realidad que prospera en conferencias, comités y trastiendas, donde los intereses confluyen sin que el público conozca jamás el tono de voz ni los acuerdos tácitos.
Cojines semánticos de terciopelo
Hoy adoramos los eufemismos. «Consulting», término en inglés que evoca una loción para una burocracia asediada. «Lobby», como si alguien encendiera una linterna para arrojar luz sobre el asunto. Manipulación de imagen, casi irónica, juguetona, como si contuviera un toque de magia.
Y, finalmente, el clásico alemán: «Berater» (consultor). Una palabra que sugiere una razón sobria, la cálida luz de un escritorio, la diligencia de alguien que realmente quiere ayudar.
Pero estos cojines semánticos de terciopelo ocultan lo que realmente se practica: participación en decisiones con enormes consecuencias, influencia en la sombra, formulación de políticas por parte de quienes nunca fueron elegidos para ello.
Llamemos a las cosas por su nombre: cómplices. Personas que se unen a quienes ostentan el poder, no como observadores neutrales, sino como actores en procesos cuyas consecuencias, en última instancia, recaen sobre el público.
La línea entre experiencia e influencia se difumina
Cualquiera que interfiera en las negociaciones salariales de un ministerio, por ejemplo, no participa como observador imparcial, sino como actor directo. Cuando un proveedor de servicios externo elabora planes, líneas de argumentación o estrategias de negociación, pasa a formar parte del aparato.
No se trata de una colaboración puntual, sino de participación activa, codirección y una coescritura consciente de los guiones de decisiones políticas que posteriormente quieren presentarse como democráticamente legítimas.
Muchos paneles de expertos resultan ser verdaderas cámaras de cómplices; son los espacios más álgidos de esta fusión. Allí se sientan personas que a menudo desempeñan varios roles simultáneamente: académicos que también actúan como lobistas, consultores que son a la vez parte interesada, voces que se presentan como neutrales y, al mismo tiempo, influenciadores subliminales. Poseen títulos, certificados y reputaciones; sin embargo, en estos espacios la frontera entre experiencia e influencia se vuelve tan difusa que casi resulta imposible discernir quién habla realmente en nombre de quién.
Es esta amalgama la que socava la integridad democrática. No porque la experiencia sea intrínsecamente sospechosa, sino porque a menudo está entrelazada con intereses económicos o políticos que muchas veces se prefiere no mencionar. Se recurre a consultores externos con el pretexto de buscar claridad objetiva cuando, en realidad, el discurso se encauza en determinadas direcciones. Se insiste en que la complejidad de los problemas modernos obliga a recurrir a asesoramiento externo, sin admitir que ese supuesto «afuera» forma, desde hace tiempo, parte del «adentro».
Quienes participan tienen responsabilidad
Por lo tanto, sería más honesto hablar de un sistema de complicidad, una expresión que transmite no solo malestar moral, sino, sobre todo, corresponsabilidad activa. Quienes participan tienen responsabilidad. Quienes contribuyen a moldear, influyen. Y quienes ejercen influencia sin presentarse a las elecciones se mueven en un campo de tensión particular, que debe identificarse con claridad en lugar de depurarse lingüísticamente.
Aquí es donde entra en juego el llamado cuarto poder, tan a menudo invocado como cada vez menos tomado en serio. Se supone que debería ser los ojos que nunca se cansan mientras las manos de otros trabajan. Los medios de comunicación, la sociedad civil, el público crítico: todas las instancias que podrían penetrar la niebla, si así lo desearan.
Pero aquí también radica el problema: el lenguaje pierde su agudeza en cuanto se acostumbra a la proximidad del poder. Hay «acompañamiento», «moderación», «comentarios», pero rara vez se nombra con precisión lo que sucede. «Complicidad» sigue siendo la palabra que se evita pronunciar, aunque sea la que mejor describe la situación.
No solo observar, sino nombrar
La verdadera tarea, por lo tanto, no consiste solo en observar, sino en nombrar. Las cosas solo se hacen visibles cuando se describen adecuadamente. El lenguaje es un foco, no un mero adorno. Por eso, es hora de arrojar luz allí donde la ofuscación semántica se ha convertido desde hace tiempo en la norma. Complicidad es una palabra dura, sí, pero es una palabra justa, porque habla de lo que es, no de lo que debería ser.
La iluminación comienza precisamente ahí: en la valentía de renunciar a los eufemismos, en la valentía de preguntarse si una democracia que se toma en serio a sí misma puede siquiera tolerar esta forma de colaboración encubierta.
Markus Langemann invita al diálogo. El «Club de las Palabras Claras» organiza un evento exclusivo con Markus Langemann y Diana-Maria Stocker en Abu Dabi, el 14 de marzo de 2026: B-Safe26 – Sustancia. Soberanía. Estabilidad.
Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Alemania con el título «Sie sind Komplizen».
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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