Afortunadamente, para el resto del mundo, el Partido Comunista de China (PCCh) sigue comprometido con un modelo de desarrollo basado en la producción que ha demostrado ser un fracaso. Anuncia la «modernización» del aparato industrial y financiero mediante la autosuficiencia científica y tecnológica, el fortalecimiento del sector financiero y la sustitución de importaciones, con énfasis en la autonomía tecnológica y la innovación en los ámbitos de la ciberseguridad y el aeroespacial, pero, una vez más, en detrimento de los consumidores chinos, relegados a un segundo plano.
Por ello, la propuesta de la Administración Trump de reequilibrar la relación comercial entre Estados Unidos y China con una economía china más orientada a la demanda —que impulsaría las exportaciones industriales estadounidenses— parece improbable. El escenario más plausible es un renovado mercantilismo del PCCh para sustituir la producción extranjera por la propia y relegar a otros países al papel de proveedores de materias primas, en lugar de socios en igualdad de condiciones que avanzan hacia sus propias innovaciones industriales y tecnológicas.
Al mismo tiempo, Pekín hace oídos sordos a la creciente indignación por sus exportaciones y tecnologías subvencionadas, mientras Estados Unidos encabeza la contraofensiva para proteger una base industrial en declive mediante aranceles, a la que se han sumado países como Turquía, Indonesia y Brasil.
El plan quinquenal promete un mayor «apoyo» al sector privado, en particular en inteligencia artificial (IA), computación cuántica, drones, hidrógeno y fusión, bioproducción, interfaces cerebro-ordenador, robótica y comunicaciones móviles 6G; en la práctica, una nueva ola de subsidios y, por tanto, de intervención estatal, en una dirección con rasgos abiertamente distópicos.
En 2024, la investigación y el desarrollo, como porcentaje de los ingresos, ya rozaban el 5 % en sectores como el ferroviario, la construcción naval y el aeroespacial; un esfuerzo que se prevé mayor en 2025 y después, financiado de facto con la carga fiscal sobre los consumidores chinos, además de la merma de su libertad de elección.
En China avanza una forma de «involución» a medida que el PCCh lleva la economía al límite para sus propios fines, fomentando una competencia excesiva mediante subsidios estatales selectivos en sectores como las tierras raras, los vehículos eléctricos, la energía solar y los semiconductores. Esos subsidios impulsan la oferta y deprimen los precios, lo que, en última instancia, desplaza a competidores que operan en mercados abiertos en el exterior.
La respuesta internacional, en forma de aranceles, ha limitado el acceso de los productos chinos más baratos a Estados Unidos y Europa, obligando a las empresas chinas a redirigirlos al mercado interno. El resultado es un exceso de oferta y una fuerte caída de precios: una dinámica deflacionaria que ha golpeado a la industria china en los últimos ocho meses.
La deuda, el declive demográfico, el desempleo y la crisis inmobiliaria empeoran el cuadro, con un déficit presupuestario de Pekín del 9 % del PIB en 2025 —más de tres puntos por encima de 2024— y un desequilibrio provincial aún mayor, del 12 % del PIB. El Estado central cubre carencias, mientras las provincias intentan impulsar el sector de moda —ayer el inmobiliario, hoy la IA— a costa de duplicaciones ineficientes para captar subsidios de Pekín, dejando tras de sí ciudades fantasma, fábricas sin trabajadores e industrias sin clientes.
El crecimiento se desacelera a medida que se acumulan estas ineficiencias planificadas, y el saldo de préstamos bancarios pendientes alcanzó en septiembre un récord de 38 billones de dólares (35 340 mil millones de euros). Los hogares endeudados y empobrecidos ahorran más y consumen menos, lo que contrae la demanda, deprime los precios y desencadena una cascada de quiebras en una espiral deflacionaria. En los tres primeros trimestres de 2025, la inversión inmobiliaria —antiguo motor del crecimiento— cayó casi un 14 %. Ante este entorno adverso, las empresas chinas recortan plantillas y capacidad para sobrevivir, lo que eleva el desempleo y alimenta una espiral descendente aún más intensa.
Tales deficiencias suelen acompañar a los gobiernos que pretenden elegir ganadores y perdedores en lugar de dejar que el mercado opere libremente, porque, por definición, carecen de la información que agrega el propio mercado y, a menudo, adoptan decisiones erróneas de distinta magnitud. La factura la paga el consumidor: en China, el consumo de los hogares representa alrededor del 39 % de la economía, frente a casi el 57 % a escala mundial. Y aunque el nuevo plan quinquenal promete reactivar el gasto de los hogares, esas promesas suenan vacías tras décadas de eslóganes incumplidos.
En China, el PCCh vuelve a planificar la economía en beneficio del partido; sin un «plan», tendría que admitir su irrelevancia y, peor aún, su efecto paralizante sobre la actividad. El empleo y la red de seguridad social siguen siendo consideraciones tardías: los ancianos del medio rural aún perciben apenas 20 dólares (17 euros) al mes, una cuantía que no ofrece alivio real y cuyo escaso poder adquisitivo alimenta la deflación y la involución, que se prevé que se prolonguen hasta 2026.
Si este plan quinquenal —centrado en la autosuficiencia y la tecnología— llegara a materializarse, el PCCh sería cada vez más impermeable a las presiones externas —democráticas, de libre mercado o relativas a los derechos humanos— y, a la vez, ampliaría la influencia de Pekín en el comercio y la gobernanza internacionales, así como su poder militar y económico. Los costes, una vez más, recaerían sobre los ciudadanos chinos.
Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Francia con el título «Le nouveau plan quinquennal du PCC pour la Chine : subventions, chômage et mercantilisme»
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