El verdadero mal de la sociedad es el marxismo que se enseña en la escuela

Por John Hilton-O’Brien
6 de octubre de 2025 18:46 Actualizado: 6 de octubre de 2025 18:47

El 22 de agosto, la joven ucraniana Iryna Zarutska fue asesinada, no con una pistola, sino con un cuchillo. El horror del video que circula por Internet no proviene tanto del arma utilizada como del comentario casual del asesino, dirigido a un transeúnte: «He pillado a esa chica blanca». Esas palabras revelan que no fue un simple arrebato de ira, sino la manifestación de un marco moral en el que matar a «esa chica blanca» resultaba algo aceptable, incluso justificable.

Es precisamente este aspecto el que hace tan alarmante el asesinato de Charlie Kirk. Algunos querrían reducirlo a un simple «crimen con arma de fuego». Pero Kirk no fue atacado por un arma: fue atacado por una idea. Por la creencia de que la violencia contra los adversarios políticos puede ser legítima.

La cultura anglosajona, forjada a lo largo de siglos de conflictos, se ha vuelto experta no solo en la violencia, sino también en su canalización hacia fines legítimos. Shakespeare exaltaba a reyes guerreros como Enrique V y a su «puñado de hermanos» en Agincourt. Siglos después, Churchill —que unió a Gran Bretaña frente a la Alemania nazi— destacaba el poder de las palabras breves, y “war” (guerra) es una de las más contundentes del inglés. La violencia, en sí misma, no es necesariamente mala: el problema surge cuando se ejerce sin dirección o sin disciplina.

El impulso original de la educación pública, fruto del renacimiento del pensamiento clásico, insistía en que los jóvenes fueran educados para amar la verdad más que a sus propias facciones. Se trataba de un auténtico esfuerzo por orientar las pasiones de los jóvenes ciudadanos hacia la virtud, es decir, hacia hábitos de excelencia mental y física. Pero estos principios han sido en gran parte abandonados en los sistemas educativos modernos. Desde el «Manifiesto comunista» en adelante, el marxismo ha reducido la vida humana a una lucha entre opresores y oprimidos. El análisis de clase presenta la revolución como liberación y la violencia política como justicia.

El profesor estadounidense Herbert Marcuse expuso claramente esta lógica en su ensayo «Tolerancia represiva» en la década de 1960: sostenía que la tolerancia solo servía a los opresores y que silenciar a los opositores de la izquierda era un deber moral. No llegó a invocar el derramamiento de sangre, pero su planteamiento hacía que el paso hacia la violencia fuera muy corto.

La política identitaria actual no hace más que extender las consecuencias del esquema de Marcuse. La sociedad está dividida en «oprimidos y opresores». Y se puede etiquetar a casi cualquier persona como opresor: compañeros de clase, adversarios políticos, incluso los padres son retratados como enemigos. La ira se convierte en virtud. La violencia política se convierte en justicia. Esto ayuda a explicar por qué el asesino de Iryna considera aceptable su acto, y también por qué alguien puede considerar el asesinato de Charlie Kirk no solo admisible, sino virtuoso.

Lo más inquietante es que este panorama no se limita a los académicos radicales o activistas. Se enseña activamente en nuestras escuelas; es una idea sencilla, más fácil de comprender y transmitir que la virtud, y profundamente seductora. Cuando un profesor introduce el análisis marxista, parece compartir un secreto. De repente, el profesor y el alumno son cómplices de algo, una verdad oculta sobre cómo funciona realmente el mundo. Esta dinámica transforma la relación: la gestión de la clase se vuelve más fácil, los alumnos aprecian las lecciones que les hacen sentir astutos, incluso heroicos: «tú y yo vemos la verdad, mientras que el mundo exterior está ciego o corrupto». Pero el precio de esta intimidad es enorme.

Una vez que los alumnos se adhieren a esta dinámica de «nosotros contra el mundo», les resulta mucho más difícil escuchar a cualquiera que no esté de su lado. Los profesores se convierten en aliados, incluso contra los padres. Así es como la educación fomenta la violencia política en lugar de la virtud. Hemos visto lo que ocurre cuando los niños se crían de esta manera. En Chipre, generaciones enteras han sido educadas para ver a sus vecinos como enemigos. El resultado ha sido décadas de conflictos.

Las mismas semillas se plantan aquí, en nuestras escuelas, bajo la bandera de la supuesta «equidad» y el «pensamiento crítico». Una vez que los jóvenes aceptan esta visión del mundo, ya no ven a sus adversarios como vecinos o conciudadanos: los ven como enemigos. Y una vez que se produce este cambio, la violencia política ya no les perturba, puede ser racionalizada o incluso admirada.

La crisis a la que nos enfrentamos no tiene que ver con las armas. El asesino de Iryna Zarutska llevaba un cuchillo. El atacante de Charlie Kirk utilizó un rifle. Instrumentos diferentes, misma lógica: ambos creían que su violencia era legítima. Este patrón no se aprende por casualidad: se enseña, se refuerza cada vez que una clase divide el mundo en opresores y oprimidos, se consolida cada vez que se dice a los estudiantes que silenciar o castigar a los opositores equivale a hacer justicia.

No pondremos fin a la violencia política hasta que eliminemos el marco marxista que la legitima. La educación debe volver a enseñar la virtud: amar la verdad, odiar la injusticia y dirigir el coraje contra las verdaderas amenazas al bien común. Solo entonces podremos formar una generación dispuesta a defender a sus vecinos, no a destruirlos. Es hora de eliminar el marxismo de las escuelas.

Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Italia con el título «Il vero male della società è il marxismo insegnato a scuola»

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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