Sí, hay personas que han muerto por intoxicaciones alimentarias y siguen muriendo por ello. Pero nuestra obsesión por la seguridad ha levantado una burocracia que asfixia a quienes nos alimentan. Al amparo de la «protección», se han multiplicado las capas de regulación, inspección y trámites administrativos que no nos han hecho más sanos; al contrario, estamos más enfermos que nunca.
Cada año mueren miles de estadounidenses por enfermedades transmitidas por los alimentos; más de 100 000 por diabetes, 700 000 por enfermedades cardíacas y cientos de miles más por cáncer y patologías inflamatorias vinculadas a la dieta y al estilo de vida. Tenemos alimentos «seguros», pero los hospitales están saturados. ¿De qué nos protegen, exactamente?
Alimentos más estériles y menos nutritivos
La normativa de seguridad alimentaria, concebida para protegernos, ha terminado por volver los alimentos menos nutritivos, menos frescos y menos auténticos. Los agricultores ya no pueden lavar ni envasar sus productos en el mismo lugar. Todo debe trasladarse a instalaciones separadas —a veces a cientos de kilómetros— antes de poder venderse legalmente. Cada kilómetro recorrido, cada manipulación, cada día en un camión o en un almacén reduce el aporte nutricional, todo en nombre de la seguridad.
Así se desperdician cantidades ingentes de alimentos. Destruimos cosechas porque no cumplen un estándar arbitrario; tiramos leche por el desagüe porque se embotelló en la instalación equivocada; dejamos que los cultivos se pudran porque los pequeños productores no pueden costear las certificaciones. Todo se justifica por la «seguridad», pero el resultado es el contrario: alimentos estériles y comunidades que agonizan junto con sus granjas.
Esta burocracia interminable no solo degrada los alimentos: también asfixia a pequeñas empresas, agricultores y emprendedores. Quienes mejor resisten el laberinto regulatorio son las grandes corporaciones, con equipos de abogados atentos al cumplimiento normativo. Un sistema ideado para proteger al consumidor acaba protegiendo a los monopolios frente a la competencia.
Aun así, seguimos pidiendo más. Otorgamos cada vez más poder al gobierno, como si su función fuera interponerse entre nosotros y cada interacción. ¿Cuándo decidimos que la responsabilidad personal dejó de importar? ¿Cuándo concluimos que la libertad era demasiado arriesgada?
Cuando el miedo nos impide saborear la vida
No se imagina cuántas veces viene gente a mi granja, les ofrezco un tomate recién cosechado, una mora o una flor comestible, y la mantienen en la mano, temerosos de comerla antes de lavarla en el baño de un restaurante. Me entristece. Me cuesta concebir un mundo en el que alguien tema llevarse a la boca una mora recién cogida del arbusto. Uno de los grandes placeres de la vida es comer fruta directamente del árbol: saborear la tierra, el sol y la dulzura que solo ofrece la naturaleza.
También hemos olvidado que somos seres biológicos. Cuanto más esterilizamos los alimentos, más nos empobrecemos en términos biológicos. Cada vez que retiramos la mínima suciedad, desinfectamos con afán o prolongamos el procesado, eliminamos microbios vivos que han sustentado la salud humana. Nuestros antepasados lo intuían: un poco de tierra en las zanahorias, un vaso de leche cruda recién ordeñada, la levadura silvestre del pan de masa madre no eran contaminantes, sino vínculos. Así mantenía la naturaleza nuestra microbiología en equilibrio con el entorno.
Hoy hemos sustituido ese intercambio vital por lejía y film transparente. Consumimos productos tan desinfectados que resisten años en la despensa y, luego, nos preguntamos por qué el sistema inmunitario aparece desorientado e inflamado. La ciencia del microbioma humano confirma lo que ya sabían nuestros abuelos: la salud depende de la relación con el mundo natural. Cuando esa relación se rompe, también decae la vitalidad.
No existe la seguridad absoluta. Mueren niños y adultos. Ocurren accidentes. Por supuesto, conviene reducir riesgos, pero quizá el precio ya sea excesivo. Tal vez hayamos cambiado resiliencia por control, comunidad por conformidad y salud por la ilusión de seguridad. Toda elección entraña un coste.
La pregunta es: ¿estamos conformes con estos costes? ¿Estamos de verdad más seguros o solo más estériles? ¿Más vivos o, en el fondo, más controlados?
El Gobierno no se concibió para protegernos de todo riesgo posible. Su finalidad era salvaguardar la libertad, no gobernar el miedo. El pueblo debería supervisar al Gobierno, pero hoy este interviene en casi todos los ámbitos de la vida: empleo, alimentación, agricultura. ¿Y por qué? Llegó a estar paralizado durante semanas y la mayoría ni siquiera lo advirtió. Basta con ese hecho para ilustrar cuántas cosas resultan, en realidad, innecesarias.
Recuperar la sabiduría y la libertad alimentaria
La sabiduría popular ha sido sustituida por la burocracia, y esa maraña nos asfixia a todos. Ya no confiamos en nuestros sentidos ni en los vecinos. Esperamos permisos, inspecciones y aprobaciones. Pero ningún organismo público puede enseñarnos lo que nuestras abuelas conocían por experiencia: cómo evaluar la frescura de la leche, cómo conservar adecuadamente los alimentos, cómo mantener la higiene de las manos y cómo usar la vista, el olfato y el sentido común.
Debemos recuperar el poder individual y dejar de ceder libertad a cambio de una promesa de seguridad. La vida nunca ha sido segura; siempre ha sido sagrada.
Ha llegado el momento de aligerar la normativa que nos constriñe, rescatar la sabiduría popular que nos sostuvo y recordar que podemos cuidar de nosotros mismos, de nuestra alimentación y de los demás, sin que un organismo gubernamental se interponga entre nosotros.
Artículo publicado en The Epoch Times Francia con el título «Quand les réseaux sociaux récompensent la division: le piège invisible de la viralité L’illusion de la sécurité: comment la bureaucratie tue notre santé et notre liberté».
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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