¿En qué momento un desfile se convirtió en una amenaza?

Por Kay Rubacek
20 de junio de 2025 19:59 Actualizado: 20 de junio de 2025 19:59

Comentario

No hace mucho tiempo, un desfile era sinónimo de celebración.

El despliegue de uniformes, banderas y pasos precisos era algo digno de aplauso, un recordatorio visible del orden, la tradición y el sacrificio. Despertaba recuerdos, no sospechas.

Pero cuando Estados Unidos celebró su 250 aniversario con un desfile militar, ocurrió algo más. En todo el país, miles de personas salieron a las calles, no para rendir homenaje, sino para protestar. Llevaban pancartas con el lema «No a los reyes». Algunos coreaban consignas contra la tiranía. Otros encendían hogueras.

No fue el evento en sí lo que cambió. Fue la forma en que se percibió.

El mismo gesto —soldados desfilando, símbolos nacionales, discursos patrióticos— se interpretó de dos maneras radicalmente diferentes: una con reverencia, la otra como amenaza. La mitad del país vio honor. La otra mitad vio autoritarismo.

La división no surgió de la noche a la mañana, ni fue fruto de la casualidad. Ha habido algo más deliberado detrás.

Durante más de un siglo, las potencias mundiales han tratado de moldear no solo lo que hace Estados Unidos, sino también lo que parece ser.

Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética presentó a Estados Unidos como una tierra de hipocresía y decadencia. Hoy en día, el Partido Comunista Chino (PCCh) ha perfeccionado esa táctica y la aplica no solo en la escena internacional, sino también en la mente de los propios estadounidenses.

Y no se hace con misiles ni tanques. Se hace con historias.

Cada vez hay más pruebas, y no especulaciones, de que potencias extranjeras han financiado organizaciones con sede en Estados Unidos que alimentan la división y el malestar. Una investigación del Congreso reveló recientemente los vínculos entre el multimillonario chino Neville Roy Singham y grupos activistas que operan bajo la bandera de la justicia social, pero que promueven narrativas que se hacen eco de la ideología del PCCh. El FBI está investigando ahora si la financiación extranjera ha desempeñado algún papel en las violentas protestas que se han extendido por las principales ciudades estadounidenses.

Estos esfuerzos no son aislados. Forman parte de una estrategia más amplia que se ha venido desarrollando silenciosamente durante años, una estrategia que se nutre de la confusión.

Para debilitar una república, ya no es necesario atacar sus fronteras. Es mucho más eficaz fracturar su sentido de identidad. Hacer que su pueblo dude de sus símbolos. Convertir el orgullo en vergüenza. Convertir la fuerza en algo sospechoso.

Ese es el poder de la guerra narrativa.

Funciona sin balas. No se propaga a través de ejércitos, sino a través de hashtags, documentales, planes de estudio escolares y eslóganes de moda. Invita a la población a rechazar su pasado, a desconfiar de sus instituciones y, en última instancia, a dudar de la legitimidad de su propia existencia.

Esto no quiere decir que todas las protestas estén influenciadas por el extranjero. Los ciudadanos de una república libre tienen el derecho —y el deber— de cuestionar el poder. Pero hay una diferencia entre protestar y programar. Entre la disidencia y la desintegración.

Las instituciones globales también han desempeñado su papel. Mientras se presentan como guardianas neutrales de la paz, organismos como las Naciones Unidas han emitido repetidamente resoluciones condenando la política estadounidense, incluso cuando Estados miembros con pésimos historiales en materia de derechos humanos quedan impunes. Estas instituciones se vuelven más asertivas cuando Estados Unidos se vuelve incierto. Cuando el ancla del mundo libre se tambalea, el vacío lo llenan rápidamente actores globales no elegidos.

Mientras tanto, los contratistas de defensa, la sombra permanente de la política exterior estadounidense, siguen beneficiándose de la incertidumbre. Para ellos, la tensión constante es un buen negocio. La confusión, ya sea interna o externa, es una oportunidad de negocio.

Y así, el conflicto sobre el desfile se convierte en algo más que una cuestión de opinión. Se convierte en un caso de estudio sobre el colapso narrativo.

Hubo un tiempo en que los estadounidenses podían estar en desacuerdo sobre la política. Ahora, ya ni siquiera están de acuerdo en lo que representa el país. Lo que antes significaba unidad, ahora es señal de división. Los símbolos permanecen. Los significados han sido reescritos.

Una nación que no es capaz de reconocer su propio reflejo se puede desviar fácilmente del camino.

Lo que se necesita ahora no es más indignación, sino más claridad. Una especie de sobriedad intelectual, la voluntad de preguntarse: ¿Quién se beneficia de este discurso? ¿Quién pagó para darle forma? ¿Y qué haría falta para verlo con claridad?

Porque, aunque el desfile fue público, la batalla por su significado no lo fue. Esa guerra se libró en silencio, no en el campo de batalla, sino en la mente.

Y hasta que esa guerra no se reconozca como tal, continuará.

No con armas, sino con confusión.

Artículo publicado originalmente en The Epoch Times con el título «Why a Parade Became a Threat»

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

Cómo puede usted ayudarnos a seguir informando

¿Por qué necesitamos su ayuda para financiar nuestra cobertura informativa en España y en todo el mundo? Porque somos una organización de noticias independiente, libre de la influencia de cualquier gobierno, corporación o partido político. Desde el día que empezamos, hemos enfrentado presiones para silenciarnos, sobre todo del Partido Comunista Chino. Pero no nos doblegaremos. Dependemos de su generosa contribución para seguir ejerciendo un periodismo tradicional. Juntos, podemos seguir difundiendo la verdad.