El 7 de octubre de 2023 fue la mayor masacre de judíos desde el Holocausto: no un estallido improvisado, sino una operación preparada durante años para quebrar la ilusión de normalidad que había arraigado en Israel. Una sociedad que —tras treguas, permisos de trabajo y rutina fronteriza, había comenzado a aceptar la convivencia con unos vecinos a los que, con optimismo imprudente, creía posible domesticar o al menos contener— recibió un golpe diseñado para desengañarla de raíz y, con ella, sacudir a todo Occidente. Y, contra lo que muchos creen, no fue obra exclusiva de Hamás: participaron cuatro organizaciones en tándem, dos islamistas —Hamás y la Yihad Islámica Palestina— y dos marxistas-leninistas —el Frente Popular para la Liberación de Palestina (PFLP) y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina (DFLP), ambas con vínculos con el Partido Comunista de China—, cuya coordinación convirtió el despiadado ataque en un revulsivo estratégico y moral. El 7-O no solo desató una guerra; encendió una señal de alarma para el mundo libre sobre la magnitud del proyecto que se cocina a sus espaldas.
La masacre inauguró una secuencia de guerra y propaganda que ha reconfigurado las calles europeas. En las capitales del continente, manifestaciones masivas han abrazado un marco simplista de «descolonización» que reduce el terrorismo del 7-O a «contexto», mientras exige concesiones unilaterales al Estado israelí y blanquea a sus agresores. El clima de movilización —con marchas de cientos de miles y un repertorio propagandístico uniforme— demuestra hasta qué punto el relato ha colonizado el espacio público, especialmente en fechas simbólicas como el segundo aniversario del 7 de octubre.
Las mismas marchas exhiben una asimetría moral cada vez más cruda: el sufrimiento de los rehenes o el duelo israelí quedan subsumidos bajo consignas maximalistas, mientras flotillas con sello militante se reescriben como activismo humanitario. El campo semántico es intencionado: invocar «genocidio» vacía de contenido la palabra y convierte cualquier defensa propia en crimen absoluto, lo que a su vez otorga patente de corso a los aliados internacionales de Hamás. El resultado es un ecosistema activista-mediático que prepara el terreno simbólico para normalizar la agenda de los perpetradores del 7-O.
Eje izquierda–islamismo: convergencia para desmantelar Occidente
La alianza entre la izquierda radical (incluida su variante woke) y el islamismo político no es un capricho episódico, sino una estrategia con genealogía. El pegamento no es doctrinal —en teoría chocan laicismo y teocracia, revolución sexual e imposición moral—, sino táctico: comparten enemigo y necesitan recursos complementarios. El relato «descolonizador» y la interseccionalidad ofrecen la coartada intelectual para esa cooperación, mientras el aparato islamista aporta masa movilizable, disciplina y una fe de asalto. Juntos, ambos vectores erosionan la legitimidad de los pilares occidentales —raíces judeocristianas, nación, igualdad ante la ley, libertad de expresión, separación de poderes, propiedad privada, seguridad jurídica, libertad de conciencia— y convierten cada institución en un campo de batalla cultural.
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Esta convergencia está descrita y archivada con nombres y apellidos: líderes de izquierda celebrando a ideólogos islamistas; «redes solidarias» que en la práctica obstruyen a los estados democráticos en su defensa frente a organizaciones designadas como terroristas; publicaciones y foros que, desde 2003, ritualizan la alianza antiestadounidense, antiisraelí y anticapitalista. La literatura comparada —de Daniel Pipes a Gilles Kepel, pasando por Salman Rushdie, Roger Scruton, Douglas Murray, Michel Houellebecq o Éric Zemour— muestra cómo ese maridaje, primero táctico, se elevó a imperativo estratégico: números, pasión y cobertura propagandística a cambio de vehículo político y de respetabilidad.
El punto de encuentro ideológico es nítido: Occidente como culpable sistémico. De ahí la fascinación con las etiquetas anticoloniales, que reescriben cualquier proceso civilizador —con sus imperfecciones históricas— como delito innegociable, y santifican como «liberación» la imposición de la sharía, la censura y la segregación por sexo cuando el emisor pertenece al frente «correcto». Esta inversión moral no surge de la nada: es la gasolina del proyecto de deconstrucción que ambos sectores persiguen.
En este engranaje, el inmigrante —casi siempre musulmán— es convertido en ariete revolucionario. Se le adscribe el papel de «víctima cero» y se instrumentaliza su voto, su presencia disruptiva en la calle y su peso demográfico como palancas para forzar cambios legales y culturales. Lo han narrado con claridad quienes han seguido la deriva en escuelas, barrios y administraciones de la mayoría de países europeos: la vigilancia moral se impone desde abajo con el beneplácito de élites culturales que han renunciado a defender los estándares que nos hemos otorgado para un desarrollo sano de nuestras sociedades.
La estrategia de la subversión y el control
Yuri Bezmenov sintetizó un guion que hoy se reconoce sin esfuerzo: desmoralización (erosionar valores y símbolos), desestabilización (debilitar la seguridad, la economía y las instituciones… demoler la sociedad civil), crisis (precipitar el shock) y «normalización» (restaurar el «orden»). Esta matriz no es una profecía mecánica, pero sí una lente útil para entender la secuencia que atraviesa Occidente. La desmoralización colonizó universidades, medios y ONGs; la desestabilización ha perforado la confianza en policía, justicia y fronteras; y la crisis —inseguridad en las calles, disturbios, ataques terroristas— ha abierto la puerta a la fase final.
Esta hoja de ruta es especialmente útil para leer el bloque rojo-verde. La izquierda radical necesita la crisis para justificar el salto de régimen —su teleología hegeliana aspira a clausurar el orden liberal con la dictadura del «proletariado»; el islamismo político necesita el colapso cultural para imponer su califato. La aparente contradicción (autonomía absoluta vs. obediencia religiosa) se resuelve con un trueque funcional: cobertura simbólica y redes por un lado; fervor, intimidación y músculo callejero por el otro. La diana es la misma: la civilización occidental como estructura a derribar.
Donde la teoría de Bezmenov se vuelve quirúrgica es en el tránsito de la tercera a la cuarta etapa. La «crisis» justifica excepciones; la «normalización» perpetúa esas excepciones con nuevas leyes, burocracias y dogmas. Ahí encaja la ingeniería regulatoria contemporánea: la distopía se «firma» desde despachos con sellos de consenso globalista y se presenta como inevitabilidad («2030 o barbarie»). Una vez aceptada la suspensión de convicciones, cualquier imposición cultural se vende como «orden». No es casual que el islamismo político aspire a presentarse, llegado ese punto, como restaurador de la seguridad y la paz.
Se entiende, entonces, el interés en azuzar la fase de crisis: disturbios útiles, intoxicación informativa, explotación de conflictos étnicos, presión sobre fuerzas del orden y tribunales, ataques al prestigio de las fronteras y la coerción legítima. La receta ya está descrita: amplificar fallas reales, monetizar fallas imaginadas y saturar el sistema hasta hacerlo ingobernable. Quien llegue luego con un «orden» alternativo encontrará el terreno abonado.
El colaboracionismo: Doha como caja de resonancia, Gaza como coartada
Nada de lo anterior avanzaría con esta velocidad sin el colaboracionismo de élites y gobiernos. Entre los actores externos, Qatar es el caso de estudio: mediador «imprescindible» de día, soporte político-financiero y plataforma mediática de Hamás de noche. Desde la cobertura panegírica del 7-O en su prensa hasta la presión diplomática para atar las manos de Israel, el emirato ha jugado a dos barajas con una destreza que le ha reportado influencia en Washington, Bruselas y las capitales europeas. La documentación de su papel —incluido el altavoz de Al-Jazeera y los marcos editoriales que blanquean a Hamás— está ampliamente recogida.
La injerencia qatarí no se limita a micrófonos y chequeras: opera sobre el nervio social del secuestro y lo moldea para imponer un desenlace político. Según un brillante análisis de Joseph Cox titulado Qatar’s Master Class in Manipulation (La clase magistral en manipulación de Qatar), la selección de rehenes no fue azarosa: se priorizaron comunidades de perfil izquierdista, donde cabía esperar —y efectivamente se obtuvo— una presión pública más intensa a favor de «darlo todo» a Hamás a cambio de liberaciones inmediatas. Ese diseño buscaba abrir una cuña en la sociedad israelí: hostigamiento emocional constante, manifestaciones con consignas maximalistas y, en paralelo, un altavoz mediático (Al-Jazeera) dedicado a desacreditar cualquier respuesta militar israelí día tras día. El mismo artículo documenta, además, cómo el Richardson Center for Global Engagement, que se erigió en referente de las familias de rehenes desde el 8 de octubre, recibió más de dos millones de dólares de Qatar entre 2019 y 2023; tras hacerse público, el rastro qatarí desapareció de su web. No es un detalle menor cuando su vicepresidente repetía «recomendaciones prácticas» como que la única vía rápida era ceder a las exigencias de Hamás y que presionar a Qatar sería «contraproducente» porque «tiene toda la palanca». La impresión de conjunto es clara: escoger a quién secuestrar para maximizar la fractura interna, financiar a los intermediarios más influyentes y sostener el marco narrativo con una cadena estatal; política interior de manual aplicada a una democracia en guerra.
El mismo patrón de intervención aparece en la esfera político-mediática israelí bajo la etiqueta Qatargate: una causa abierta por el Shin Bet y la policía que investiga pagos y encargos a asesores de la oficina del primer ministro para «promover los intereses de Qatar», incluida la difusión de mensajes favorables a Doha como mediador y la proyección de mensajes negativos sobre el papel de Egipto en las negociaciones. La causa ha dejado detenciones de asesores clave, resoluciones judiciales y un hilo de relaciones que, según el sumario, pasa por la consultora The Third Circle y por la articulación de campañas en prensa para barnizar la imagen del emirato mientras se gestionaban rehenes y treguas. Todo ello encaja con la estrategia más amplia descrita en la pieza de Ricochet: comprar legitimidad e influencia (desde universidades estadounidenses —4700 millones de dólares desde 2001— hasta lobby en Washington por 250 millones desde 2016) para blindar la condición de «mediador imprescindible» de Qatar. El objetivo no es la paz, sino la rendición envuelta en narrativa: hacer creer que solo cediendo y aceptando el marco de Doha llega la «normalidad», mientras se penaliza cualquier alternativa que refuerce la disuasión.
Gaza, en este esquema, ha sido la coartada perfecta. Cada tregua mal diseñada, cada intercambio que recompensa el secuestro, cada «mensaje» que convierte a los terroristas en interlocutores respetables, alimenta el ciclo. La diplomacia de chequera compra silencios, empuja sanciones selectivas y encuadra la opinión pública europea. En paralelo, las calles del continente, inflamadas por el pegamento rojo-verde, exigen desmantelar los instrumentos de seguridad, criminalizar a quienes denuncian el bloque islamista y convertir a Israel —muralla de contención— en paria. Esa sinergia entre élites y calle explica la velocidad del deterioro.
(Continuará…)
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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