Dos años desde el 7-O: la coartada de Gaza y el asalto a la nación – Segunda parte

Por Daniel Ari
9 de octubre de 2025 17:25 Actualizado: 10 de octubre de 2025 11:10

Del crimen al marco de guerra cultural

Tras el 7-O, lo que en principio debía ser un duelo moral se convirtió en un ariete político. La izquierda militante, alentada por redes islamistas y financiadores con interés propio, tomó la masacre como punto de apoyo para imponer una gramática pública que pretende reescribir la legitimidad en Occidente: Israel como culpable sistémico, la violencia islamista como «resistencia», Europa como colonia a desmantelar. En vez de ser tratada como un conflicto con responsables, la guerra en Gaza se ha usado como coartada para extender en nuestras capitales la agenda del islamismo político: excepciones culturales convertidas en norma, intimidación en el espacio público, criminalización del disenso y presión para vaciar de contenido la legalidad liberal.

Las grandes marchas han sido el vehículo perfecto. No son solo pancartas; son mecanismos de ingeniería de percepción: consignas calcadas, estética uniforme, repertorios aprendidos para convertir «control» en «odio», «fronteras» en «racismo», «defensa» en «genocidio». Así, el sentido común civilizatorio se vuelve tabú y la coerción legítima del Estado queda criminalizada. Ese es el papel de quienes abarrotan plazas y campus: masa de maniobra de un proyecto que no controlan; agitadores involuntarios —los «tontos útiles»— que mueven la ventana de Overton a golpe de eslóganes mientras otros, lejos de los focos, deciden políticas, redactan normativas y cierran el paso a cualquier defensa cultural efectiva.

El engranaje que sostiene esta coartada opera en tres niveles:

El financiero-diplomático: estados con cartera y agenda, con Qatar a la cabeza, que compran respetabilidad en instituciones, universidades y medios, al tiempo que respaldan a la red de milicias islamistas que opera bajo el rótulo de «resistencia» y a sus plataformas de influencia.

El mediático-narrativo: altavoces que fijan un lenguaje donde la asimetría moral se invierte y la víctima pasa a ser sospechosa.

Y el activista-legal: redes que traducen esa narrativa en ordenanzas, códigos y resoluciones: sanciones selectivas, zonas «sensibles» donde impera la autocensura, reglamentos «antidiscriminación» que blindan intimidaciones y castigan a quien no se pliega. La masacre del 7-O y las imágenes de la guerra han sido instrumentalizadas para reforzar esa arquitectura.

La tesis central de esta segunda parte es, por tanto, práctica: la masacre y la guerra se han convertido en palanca táctica para una agenda de islamización de facto del espacio público occidental. No mediante el voto, sino mediante la presión callejera coordinada con centros de influencia y la inhibición de élites que prefieren ceder antes que ejercer autoridad.

Umma contra Estado-nación: un proyecto supranacional

El islamismo político no es una «religiosidad intensa»; es una doctrina de poder cuyo horizonte no es la ciudadanía liberal, sino la Umma: la comunidad de creyentes entendida como sujeto político y jurídico que trasciende fronteras, etnias y lenguas. En su formulación clásica, la Umma confiere la lealtad primaria; en su versión moderna, el panislamismo aspira a que esa lealtad se traduzca en formas de gobierno, derecho y orden social. El Estado-nación, con su soberanía, su ley común y su pluralismo, es para este proyecto un trámite o un cascarón: útil mientras aporta recursos o cobertura, prescindible cuando estorba.

De ahí la insistencia en relativizar el principio de ciudadanía: sustituir la igualdad ante la ley por la pertenencia comunitaria, trocear la neutralidad del espacio público con «excepciones culturales», introducir códigos paralelos que, en la práctica, disputan el monopolio del Estado sobre las normas. La Umma se presenta como «solidaridad transnacional»; su consecuencia es una sustitución de legitimidades: el ciudadano pierde centralidad frente al miembro de una comunidad religiosa que reclama fuero propio. Bajo el ruido de «diversidad», el objetivo es inequívoco: imponer un orden alternativo que no reconoce la primacía de la tradición política occidental más que como instrumento táctico.


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Este vector no actúa solo. Encuentra en la izquierda posmoderna un socio que pone el envoltorio intelectual: «descolonización», «interseccionalidad», «pedagogía del oprimido». Con ese lenguaje, lo que sería un choque con el canon político-cultural de Occidente se disfraza de «justicia histórica». El resultado es un doble movimiento: arriba, la elite que legisla excepciones y vacía la ley común; abajo, la presión de la calle que normaliza códigos ajenos a la tradición occidental. El 7-O y la Guerra de Gaza actúan como catalizadores: cada tragedia impulsa la disolución del Estado-nación en beneficio de una comunidad transnacional que coincide sospechosamente con el globalismo y los objetivos de la «Agenda 2030», lo que equivale a borrar ese marco: el espacio político que en Occidente garantizó límites al poder, seguridad jurídica, igualdad ante la ley, control de fronteras e instituciones comunes sustentadas por un contrato social vertebrador.

Fronteras seguras y política migratoria adulta

No hay orden sin frontera. No como muro caprichoso, sino como perímetro jurídico que protege derechos, seguridad y cultura. La demonización de la frontera —presentada como «pecado original»— ha sido una de las victorias narrativas de la comunión entre la izquierda radical y el islamismo, que necesitan fronteras porosas para acelerar sus políticas de reemplazo demográfico y cultural. El chantaje es ya conocido: exigir control sería racismo; aplicar la ley sería «criminalizar la pobreza». Pero la realidad no se gobierna con consignas: cuando la frontera se disuelve, crecen las mafias, se precariza el mercado laboral, se tensionan los servicios públicos y prosperan poderes informales con normas propias; justo el ecosistema que esa alianza explota para empujar excepciones, consolidar códigos paralelos y debilitar la autoridad de la nación..

Conviene fijar una distinción que la propaganda borra: inmigración regulada frente a coladero ilegal. La primera puede ser positiva cuando responde al interés nacional: visados tramitados en origen, cupos por sector, verificación de antecedentes, exigencia de idioma, permiso de trabajo previo y un itinerario de integración que incluya aceptación sin matices de la ley común. La segunda es un dispositivo político: entrada masiva alentada por élites y partidos que ven en la demografía una palanca de poder; flujos que, con frecuencia, traen culturas políticas incompatibles con la libertad occidental y no huyen de guerras, sino que acuden al llamado de quienes prometen beneficios inmediatos y privilegios simbólicos.

En este punto, no faltaron las advertencias. Boumédiène habló de «victoria desde los vientres», y Gadafi proclamó que «Alá concederá la victoria del islam en Europa sin espadas: con millones de musulmanes», una advertencia de islamización del continente por el peso de los números. El mensaje estratégico era transparente: convertir la demografía en vector de conquista. Lo grave no es que dictadores extranjeros fanfarroneen; lo grave es que élites europeas actúen como si ese guion mereciera cumplirse, renunciando a una política de natalidad propia y usando la inmigración irregular como atajo para maquillajes estadísticos. Eso tiene nombre: reemplazo poblacional y cultural. No como consigna paranoide, sino como consecuencia aritmética y política de decisiones sostenidas en el tiempo.

La respuesta seria empieza por restituir la normalidad que Europa practicó durante décadas: sin visado y sin permiso de trabajo no se entra ni se trabaja. No era «inhumano»; era civilizado. Y continúa por un paquete de control operativo: fronteras funcionales con tecnología y personal; cooperación con países de tránsito condicionada a resultados verificables; devoluciones efectivas; sanción a empleadores que alimentan la irregularidad; y un mensaje inequívoco: la hospitalidad no es un contrato en blanco para importar conflictos ni para imponer códigos ajenos a la ley.

Demografía, familia y prioridad nacional

Europa no padece exceso de población; padece déficit de nacimientos. Con tasas por debajo del reemplazo y curvas de envejecimiento aceleradas, cualquier política que sustituya natalidad con entrada irregular está condenada a erosionar la continuidad histórica, la transmisión de valores y el marco civilizatorio occidental que nos sostienen. La solución no es resignarse al envejecimiento ni simular su cura con importaciones masivas; la solución es invertir en la familia y reconstruir un marco material y cultural que haga viable y deseable tener hijos.

Eso exige medidas concretas, no retórica. Prestaciones por hijo significativas y prolongadas; protección real frente a la penalización laboral de la maternidad y la paternidad; fiscalidad favorable a la familia numerosa, y un currículo escolar que no ridiculice la vida familiar, sino que la presente como opción valiosa. Además, revisar sin complejos cualquier directriz, etiqueta o «consenso 2030» que se interponga entre las familias y su decisión de tener más de uno o dos hijos.

La prioridad nacional en el gasto público es parte de esa ecuación. Los recursos de una nación deben dirigirse primero a sus ciudadanos y a quienes han entrado legalmente y cumplen las normas. No por chovinismo, sino por justicia con el contribuyente (en clave económica) y por sostenibilidad de la arquitectura institucional de la nación (en clave civilizatoria). Cuando el orden se invierte —cuando el recién llegado irregular encuentra más facilidades que el trabajador que sostiene el sistema—, el agravio se multiplica y la legitimidad se erosiona. La época en que los consulados expedían visados y permisos de trabajo antes de subir al avión no es nostalgia: es memoria de cómo se preserva una comunidad política mientras se integra a quien viene a sumar.

La defensa demográfica y familiar no es solo un asunto de chequera; es un asunto de prestigio. Mientras el programa woke financiado por las instituciones imponga como norma el desprestigio de la maternidad, la caricatura del padre y la excepcionalidad de la familia, nada de lo anterior funcionará. La ingeniería que hoy usa la coartada de Gaza para vaciar nuestras defensas culturales se alimenta, precisamente, de ese desprestigio: sociedades sin hijos, sin hogares sólidos y sin horizonte son sociedades más maleables.

Cortar las manos que mueven los hilos

Nada de lo descrito tendría tanta eficacia sin injerencias externas trabajando a destajo. Qatar ha convertido la región en tablero y Europa en auditorio. La financiación a Hamás, la cobertura política de sus dirigentes, el altavoz global de su cadena, y la compra de respetabilidad en capitales occidentales forman parte de una estrategia sostenida: blanquear al intermediario para que su «mediación» imponga desenlaces favorables a su aliado. La gestión del frente de rehenes, con intermediarios financiados y mensajes de «cederlo todo porque Doha tiene la palanca», es una pieza clave; la presión sobre gobiernos y opinión pública europea, otra.

Europa necesita un régimen de transparencia a la altura: registro de agentes de influencia extranjera, trazabilidad de fondos en ONGs, universidades, medios y consultoras; sanciones a quien oculte patronazgos; etiquetado claro de contenidos financiados por estados extranjeros; y límites estrictos a la compra de legitimidades con chequera. Cerrar ese grifo no es una cuestión de decoro: es cuestión de seguridad política.

Por otro flanco, China no comparte el proyecto islamista, pero comparte el objetivo de una Europa débil. Su estrategia no es moral; es industrial y logística: subsidios, dumping, captura de eslabones críticos, acceso preferente a mercados y dependencia tecnológica. La respuesta europea ya tiene nombre —«de-risking»—; ahora debe tener contenido: proteger tecnologías sensibles, repatriar capacidades estratégicas, diversificar cadenas de suministro, impedir que el músculo productivo que sostiene nuestra libertad quede atado a un poder que no la comparte. Mientras el eje islamista y su aliado progresista disputan la batalla cultural, Pekín disputa la batalla económica y la hegemonía global. Si pierde Europa en ambas, deja de ser.

Estado, fronteras y familia: el trípode que frena el asalto a Occidente

El 7-O y Gaza han sido usados como coartada para adelantar casillas en un tablero preparado con tiempo. La respuesta no es original, pero sí eficaz si se aplica sin complejos.

Estado: autoridad legítima que hace cumplir la ley común, protege la libertad de expresión frente a códigos paralelos e impide la intimidación en calles, escuelas y universidades. Fronteras: visados en origen, cupos en función del interés nacional, deportación efectiva del irregular, sanción a empleadores que alimentan el mercado negro, integración exigente sin excepciones con la ley. Familia: política pronatal sostenida, prestigio cultural de la vida familiar, prioridad de recursos a ciudadanos y residentes legales que cumplan, redes de apoyo que hagan viable tener más hijos. Y, atravesándolo todo, injerencia cero: ni Qatar dictando «paz» con su guion islamista, ni China dictando economía con su guion de dependencia.

Frente al catecismo «descolonizador» que intenta invertir la historia, el Israel moderno no es una conquista ajena, sino el regreso de un pueblo a su casa. Tres milenios y medio de memoria viva —lengua preservada, oraciones orientadas, fiestas ancladas a una geografía— sostienen un arraigo que nunca se extinguió. Jerusalén no es una ciudad sin patria ni una pieza de paso, sino el corazón de Israel desde los días de David y Salomón. La mezquita de Al-Aqsa que el occidental ve en postales de la ciudad se levantó sobre las ruinas del Segundo Templo judío y Jerusalén fue capital de Judá, bajo el rey David, 1700 años antes de que naciera el Islam. Llamar «colonización» a ese retorno es negar la evidencia más simple: un pueblo que vuelve a levantar nación donde nunca dejó de ser.

Una civilización se derrumba antes en el alma que en las leyes. Cuando la nación calla, la frontera se vuelve herida abierta y la familia se encoge hasta la irrelevancia, el agresor impone su relato y la mentira se convierte en norma. No hay neutralidad posible: o se guarda el legado que nos hizo libres, o se entrega —por cobardía o por cansancio— a quienes sueñan con borrarlo.

La salida no es técnica, es moral. Que la nación vuelva a hablar con voz de ley; que la frontera recupere su condición de linde sagrada donde empiezan y acaban nuestras obligaciones; que la familia sea otra vez santuario de vida y escuela de virtud; que la nación, con sus instituciones y sus símbolos, vuelva a ser hogar y no hotel. Este es el pacto civilizatorio: custodiar lo recibido de nuestros antepasados para entregarlo, intacto y vivo, a nuestros hijos.

A dos años del 7-O, recordar ya no basta: hay que responder. Responder es poner orden sin pedir permiso, cerrar el paso a la injerencia, proteger a los nuestros, honrar a las víctimas con hechos y no con consignas, y abrir de nuevo futuro con nacimientos, esfuerzo, comunidad y verdad. O se elige la firmeza que sostiene a Occidente, o se acepta la capitulación con buenas maneras. Proteger lo nuestro no es un eslogan: es un deber de gratitud y de esperanza.

Lea la primera parte de este artículo titulado Dos años desde el 7-O: cuando la izquierda y el islamismo convergen contra Occidente – Primera parte

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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