En la era digital, las historias suelen difundirse más rápido que los propios hechos, pero no todo lo que se viraliza es cierto. En plataformas como LinkedIn, Facebook y YouTube, proliferan narrativas ficticias de fuerte carga emocional que imitan tragedias reales y apelan a la sensibilidad de los usuarios. Pueden parecer inocuas, pero su efecto es manipulador: disparan la interacción, distorsionan la percepción de tragedias reales y evidencian cómo los algoritmos y el contenido generado por inteligencia artificial (IA) capturan la atención.
Hace poco, alguien me envió el enlace de una historia ficticia, viral y conmovedora sobre una anciana que roba medicamentos en una farmacia y acaba ante un tribunal. Con un final feliz, por supuesto.
En este caso, la historia circuló en LinkedIn y su planteamiento resulta conocido. Este tipo de narrativas abunda en internet y, a veces, se repite durante años con la misma estructura o con variantes, en forma de cadenas o parábolas virales. Están diseñadas para favorecer su visibilidad en los algoritmos de la plataforma: apelan a las emociones para provocar reacciones, comentarios y que los usuarios las compartan, y así ganar alcance. Buscan audiencia en redes sociales con relatos emocionalmente exagerados (anzuelos de interacción), con llamadas a compartir, dar «me gusta» y comentar, e incluso con invitaciones explícitas a hacerlo. Sin embargo, estas publicaciones también tienen una dimensión socialmente relevante.
A diferencia de las historias trágicas reales, que a menudo reciben menos atención mediática, las inventadas parecen omnipresentes. Por un lado, apelan a la benevolencia y reivindican justicia social; por otro, compiten con tragedias reales, que rara vez pueden rivalizar con el drama fabricado por la ficción.
Quienes ven más allá de esta ilusión también corren el riesgo de interpretar la bondad y la compasión como una ingenuidad que merma su capacidad de juicio. Esa lectura contribuye a erosionar la credibilidad de los relatos de desgracias reales y la propia compasión.
Tomemos el ejemplo concreto de la historia mencionada al principio.
Una historia viral diseñada para generar emoción
La imagen bajo el texto mostraba a una mujer muy anciana —la protagonista— con una fina bata de hospital azul claro y las muñecas esposadas. Aparentemente, comparecía ante un juez en un tribunal estadounidense, con una bandera de Estados Unidos al fondo.
El texto decía:
«La sala quedó en silencio cuando Helen entró. Noventa y un años. Apenas medía un metro y medio. Llevaba una bata de hospital que le ceñía la figura. Tenía las muñecas esposadas. Le temblaban las manos. El juez Marcus examinó el expediente que tenía delante: robo con agravantes. Luego miró a Helen. Y algo en su interior se tensó».
Aquí se presenta a la protagonista y se introduce una reacción inicial que anticipa el resto de la trama. La referencia a «el silencio que reina en la sala» sugiere una vista inicial con lectura de cargos, algo verosímil.
Durante 65 años, Helen y su esposo, George, llevaron una vida tranquila, marcada por pequeñas rutinas y una devoción inquebrantable. Cada mañana, ella preparaba su medicación para el corazón: 12 pastillas para calmar la ansiedad. Pero un impago del seguro lo cambió todo. En la farmacia, Helen se enteró de que el medicamento, que normalmente costaba 50 dólares (43 euros), pasaba a costar 940 dólares (802 euros). Se quedó paralizada y se marchó con las manos vacías. En casa, vio cómo el estado de George empeoraba: la respiración se volvía superficial y dificultosa; la mano, en la de ella, permanecía flácida; la vida se apagaba.
El episodio, presentado como inspirado en hechos reales, busca despertar compasión por la situación de la anciana y su esposo enfermo. Según el relato, personas que nunca han hecho nada malo quedan atrapadas en una situación límite por circunstancias adversas, un error o una negligencia. Y se enfrentan, por ejemplo, a un sistema estatal despiadado.
¿Un acto desesperado?
«Pasaron tres días. Tres días de impotencia. Tres días en los que vio sufrir a la persona que más amaba. Así que hizo lo único que el amor, el miedo y la desesperación le permitían. Regresó a la farmacia. Y cuando el farmacéutico le dio la espalda, guardó las pastillas en su bolso. No había dado ni un paso cuando sonó la alarma. Llegó la policía».
«Llegó la policía» evoca una imagen de persecución estatal, asociada a menudo a las dictaduras; queda abierta la duda de si se trata de un recurso dramático o de una decisión narrativa. La historia añade una escalada en dos planos —el estatal y el sanitario— y la conduce hacia un supuesto máximo de injusticia:
«En la comisaría, la presión arterial de Helen subió tanto que la llevaron inmediatamente al hospital». Y ahora estaba allí, todavía con la blusa puesta, ante el tribunal, como una criminal. Su voz temblaba. «Nunca pensé que viviría para ver un día como este, Su Señoría».
Conviene volver a la realidad para poner el relato en contexto. Es poco probable que una mujer de 91 años, con bata de hospital —como aparece en la imagen y al inicio del texto, y más tarde, de repente, con uniforme de prisionero— comparezca ante un tribunal en esas condiciones. Es una cuestión de dignidad humana y de la propia dignidad de la sala. ¿Esposada? Presenta un riesgo muy limitado de fuga o de violencia.
El juez «héroe» y el exceso de autoridad
«El juez Marcus la miró fijamente un buen rato. Luego dijo en voz baja: Agente, quítele estas esposas. El sonido metálico resonó por la sala como un disparo. Se giró hacia el fiscal. «¿Un cargo por un delito? ¿Por esto?» Helen se desplomó. Se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía respirar, dijo con la voz entrecortada por la emoción. «No sabía qué más hacer». La voz del juez se alzó, no con ira, sino con un sentimiento más profundo. Esto no es un delito. Es un fallo del sistema, de nuestro sistema».
Rechazó todas las acusaciones de inmediato y se puso en pie
En un tribunal estadounidense, esposar a una mujer de 91 años por un robo sería, sin duda, desproporcionado. Retirarle las esposas, si procede, queda a discreción del juez. Cuestionar el encaje penal de los hechos también puede entrar en su margen de apreciación y apuntaría a la aplicación del derecho de necesidad (en este caso, el Código Penal Modelo (MPC, por sus siglas en inglés) § 3.02) en una eventual resolución. Lo habitual sería, además, que el juez evitara una crítica explícita del sistema.
Con todo, el juez o el fiscal podrían archivar el caso por el escaso interés en la persecución penal, pero difícilmente de forma tan drástica. En ese punto, el relato presenta a un juez que se excede en unas facultades procesales limitadas…
La Sra. Miller no tendrá que pagar su hospitalización. Su esposo recibirá sus medicamentos hoy. No mañana. Hoy mismo. Ordenó la movilización inmediata de trabajadores sociales y personal médico hacia su domicilio. Los periodistas lo rodearon más tarde. «¿Qué le impulsó a tomar esta rápida decisión, Su Señoría?». No dudó: «La justicia no es solo la letra de la ley. Es la capacidad de reconocer la humanidad». Luego hizo una pausa: «Esta mujer no robó medicamentos. Luchó por la vida de su esposo. Y el amor no es un delito».
El juez no tiene la facultad de impedir el cobro de los gastos hospitalarios ni de obligar a la farmacia a dispensar medicación gratuita. Tampoco puede enviar trabajadores sociales al domicilio de la anciana; como mucho, puede trasladar una recomendación a los servicios sociales.
El resto del relato compone un desenlace conmovedor, con reflexión filosófica, destinado a fijar el mensaje en la mente del lector.
Por último, las inconsistencias en el vídeo del que se extrajo la historia eran demasiado evidentes como para ignorarlas. El ritmo del habla, las expresiones faciales, los movimientos de la boca o ciertos caracteres extraños —típicos de las primeras tecnologías de IA— aparecen en partes de la imagen (aquí, el sello estatal detrás del juez) y un youtuber los analiza. Todo ello apunta a un vídeo generado por IA, algo que también podría aplicarse a una narración muy exagerada. Además, aparece otra «Helen» (de 91 años), con un aspecto distinto, que cuenta la misma historia…
Vídeos judiciales generados por IA en YouTube: la ficción como entretenimiento
Otro vídeo que circula en YouTube cuenta una historia judicial similar, esta vez con una mujer de 70 años que también presuntamente robó medicamentos. El montaje se detecta con facilidad: el único movimiento en la imagen proviene de la anciana, mientras el resto permanece congelado. En este caso, los creadores ni siquiera adaptaron la banda sonora; añadieron una voz generada por IA, efectos de texto y música de fondo.
Al menos, el aviso legal del vídeo advierte: «Esta es una historia ficticia ambientada en un tribunal, generada por IA y destinada únicamente al entretenimiento y la instrucción moral. Los personajes, las voces y los acontecimientos no son reales, y esto no constituye asesoramiento legal».
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Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Francia con el título «Quand la fiction détourne l’empathie : comment certaines histoires virales nous manipulent».
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