The Epoch Times: Varios comentaristas han contrastado el despliegue de medios contra los ganaderos en Ariège el jueves pasado con el destinado a la lucha contra el narcotráfico. La Coordinación Rural no habla de una «guerra sanitaria», sino de una «guerra contra los agricultores». ¿Cómo valora la respuesta del Estado?
Théophane de Flaujac: Lo que vimos el jueves pasado marcó un punto de inflexión. El Estado ya ni siquiera se ampara en la máscara del diálogo o las falsas promesas. Recurre directamente a la represión: brutal, frontal y descarada. ¿Vehículos blindados, helicópteros, gases lacrimógenos, granadas aturdidoras… para agricultores que quieren proteger a sus animales? Es grotesco y deja al descubierto en qué nos hemos convertido.
Es como si crear riqueza de forma legal en Francia se hubiera convertido en un delito. Hoy es más rentable, y probablemente menos arriesgado, dedicarse al narcotráfico que criar vacas. Es una locura. Sorprende el contraste con los medios desplegados contra ciertos traficantes o vándalos. Contra los agricultores, sacan la artillería pesada. Contra quienes destruyen, contemporizan. Esta inversión de prioridades resulta asombrosa.
También está la semántica, el vocabulario orwelliano. La palabra que emplean, «despoblación», es escalofriante. No hablamos de contenedores vacíos, sino de animales, familias, trabajo y vida. Despoblación significa ruina. Significa pobreza. Significa el declive de la civilización. Y ni siquiera intentan disfrazarlo con una neolengua tecnocrática: es crudo, es frío, es inhumano.
Así que sí, la Coordinación Rural habla de guerra contra los agricultores. Y creo que tiene razón. Porque cuando un Estado despliega tanta violencia para silenciar a quienes alimentan al país, ya no es una política sanitaria. Es una lógica de opresión. Una sociedad que trata a sus agricultores como criminales es una sociedad que se suicida.
Recientemente, un agricultor se quitó la vida en el Gers y otro en el Lot-et-Garonne. Durante las últimas protestas campesinas se produjo una pausa en los suicidios: estas movilizaciones reavivaron la esperanza en una comunidad rural que sufre. Hoy las tragedias continúan, incluso en medio del descontento actual. Quizá estemos asistiendo al último aliento de esperanza de una comunidad agrícola sumida en la desesperación.
El Gobierno sostiene que, si la enfermedad se propaga al resto del rebaño, entre el 5 % y el 10 % del ganado francés podría morir, lo que equivaldría a entre 1 y 2 millones de cabezas. De ahí su intención de sacrificar de forma sistemática «unidades epidemiológicas» de varios cientos de animales para evitar una propagación incontrolada. ¿Por qué los ganaderos cuestionan esta justificación?
Théophane de Flaujac: Para ser claros: no soy veterinario ni ganadero. Aun así, hay un problema epistemológico de fondo: el de cómo se construye el razonamiento científico y qué decisiones se derivan de él. Lo que los ganaderos cuestionan no es la ciencia en sí, sino una aplicación dogmática y burocrática.
En primer lugar, la dermatosis nodular contagiosa no es una enfermedad nueva. Ya existía en Francia a principios de la década de 1990, en particular en 1992, y se gestionó sin sacrificios masivos. Esto plantea una pregunta sencilla: ¿por qué lo que ayer era posible hoy se considera imposible? ¿Ha cambiado la enfermedad o se ha endurecido el enfoque de la acción pública?
El segundo problema es el del calendario. Hablamos de una enfermedad con un periodo de incubación de hasta 28 días. Si solo se vacuna en el entorno de los focos ya detectados, la respuesta llega tarde: cuando se actúa, el virus puede llevar días circulando sin ser visto. Así, se da la impresión de intervenir, pero en realidad se intenta recuperar el terreno perdido.
Esto me recuerda un ejemplo conocido de la Primera Guerra Mundial. Los ingenieros examinaban los aviones que volvían del frente y reforzaban las zonas donde veían más impactos. Hasta que alguien señaló que el razonamiento debía invertirse: esos aparatos habían sobrevivido pese a los agujeros; en cambio, lo decisivo eran las zonas sin impactos visibles, porque los aviones alcanzados ahí no regresaban. A eso lo llamamos hoy sesgo del superviviente.
Aquí pasa algo parecido. Quizá habría que ampliar la vacunación más allá de los focos ya declarados y adelantarse a la expansión de la enfermedad, en lugar de limitarse al perímetro inmediato de los casos detectados. De lo contrario, se actúa sobre lo que ya se ve, pero se llega tarde a lo que de verdad determina la evolución del brote.
A esto se añade una inquietud más profunda. Tengo la impresión de que estamos ante incompetencia, ante traición o quizá ante ambas. Y surge otra duda: ¿hay realmente dosis suficientes? ¿Se siguen fabricando en Francia? ¿O dependemos de cadenas de suministro extranjeras, demasiado lentas o insuficientes para responder con la urgencia que exige la situación?
Si ese es el caso, la estrategia de sacrificio masivo encubriría otra realidad, más grave: el debilitamiento de nuestra soberanía sanitaria y farmacéutica. Cuando no se dispone de vacunas en cantidad y a tiempo, se recurre a la opción más expeditiva desde el punto de vista administrativo, pero también a la más brutal y a la más destructiva en términos humanos y económicos.
En el fondo, lo que los agricultores cuestionan no es la necesidad de actuar, sino una lógica binaria y ciega que descarta alternativas, matices y una lectura completa de la situación. La biología no es una hoja de cálculo. Y gobernar desde el miedo y el sacrificio sistemático no demuestra control, sino fracaso.
El presidente de la Federación Nacional de Sindicatos de Explotaciones Agrícolas (FNSEA), Arnaud Rousseau, sostiene que negarse a sacrificar supondría poner de inmediato en entredicho las exportaciones francesas ante la Unión Europea. ¿Cómo interpreta esta advertencia?
Théophane de Flaujac: Arnaud Rousseau es el hombre que persigue de forma constante a sus bases, sin alcanzarlas nunca. Está entre dos aguas y parece sentirse cómodo en esa posición. El problema es que ambas posturas no están en el mismo plano. Por un lado, representa al sector agrícola francés. Por otro, defiende —con mayor o menor discreción— los intereses de grandes grupos agroindustriales, a menudo vinculados a Iberoamérica, dedicados a la producción de piensos y biocombustibles. Es peor que un agente doble: es OSS 117, pero sin humor y con consecuencias muy reales para los ganaderos.
Nos toma por tontos, y encima con una sonrisa. Habla de soberanía, de productos locales y de sectores de excelencia… mientras firma acuerdos que nos empujan a una dependencia estructural. Lo que digo merece una investigación a fondo. Sospecho que sus negocios en nutrición animal o combustibles verdes le aportan mucho más que sus 700 hectáreas. En algún momento habrá que quitarse las máscaras.
En cuanto a esta «advertencia» sobre la Unión Europea, es una excusa conveniente. Siempre es la misma cantinela: «Si no hacemos lo que pide Bruselas, nos sancionarán». Pero me gustaría que alguien me dijera qué ha hecho Europa de positivo por la agricultura francesa en los últimos 20 años. Francamente, lo he buscado y no encuentro nada. Si alguien puede citar algún ejemplo concreto, lo escucharé.
Hoy estamos atrapados entre dos modelos: el de una burocracia europea que impone una visión tecnocrática y distante de la agricultura, y el de intereses económicos privados y transnacionales que tratan nuestras tierras como unidades de producción estandarizadas. En ambos casos, los agricultores franceses salen perdiendo.
Así que no, no me tomo esta advertencia en serio. No es una alerta: es una amenaza mal disimulada, utilizada para impulsar una política de destrucción sistemática bajo la apariencia de cumplimiento normativo. No nos engañemos.
Para Alexandre Jardin, «lo que está en juego es nuestra soberanía alimentaria». ¿Comparte este análisis?
Por supuesto. Y añadiría que la soberanía alimentaria es el fundamento de cualquier soberanía nacional: es la piedra angular. Sin capacidad para producir y asegurar alimentos, el resto se tambalea. Y, sin embargo, nuestras élites parecen haberlo olvidado por completo. O peor aún: ya no lo consideran un objetivo.
Como saben, en cualquier juego de mesa, de gestión o incluso en un videojuego, el primer objetivo siempre es el mismo: garantizar la producción de alimentos. Después, se crea una fuerza policial, un ejército y una economía. Es puro sentido común. No hace falta ser graduado de la Escuela Nacional de Administración (ENA) para entenderlo. Y, sin embargo, quienes nos gobiernan han decidido sacrificar esta base estratégica sin pensárselo dos veces.
La situación es peor de lo que imaginamos. Menos vacas significan menos forraje ensilado. Menos forraje ensilado, menos superficie de maíz. Menos superficie de maíz, menos semillas vendidas. Y la industria francesa de semillas, antaño una de las mejores del mundo, ya está debilitada por la competencia ucraniana. Si seguimos así, todo un ecosistema agrícola e industrial se vendrá abajo.
Y eso no es todo: los mataderos cierran uno tras otro. Miles de empleos están en juego en zonas rurales donde no hay alternativa. Basta con tirar de un hilo para que se resienta todo el sistema.
Y por si fuera poco, nos sirven el acuerdo del Mercosur como la guinda del pastel… o, mejor dicho, como un caramelo envenenado. ¿Y después qué? ¿Un acuerdo con India? ¿Con China? ¿Con Bangladesh? Ya sabemos qué ocurre cuando externalizamos necesidades esenciales: hemos perdido la industria textil, la electrónica, la química… Hoy «diseñamos» calcetines con programas informáticos y se fabrican en China. El resultado es el contrario: menos fábricas, menos autonomía y menos soberanía.
Quieren repetir el mismo esquema con la agricultura, como si pudiéramos alimentarnos con algoritmos. Es el sueño tecnocrático desmentido: el que no aprende de las lecciones de la historia.
Y, mientras tanto, seguimos acumulando absurdos. Ahora se habla de un impuesto al nitrógeno para 2026, que acabará con la industria cerealista francesa. Algunos dirán que subirá el precio del trigo y, por tanto, del pan. ¡Pero no! Porque estamos en un mercado global. El precio de una baguette no cambiará. Lo que sí cambiará serán los cierres de granjas, las quiebras y las tragedias humanas.
¿Y todo esto para qué? Para «sancionar» a Rusia. Solo que sabemos muy bien lo que ocurrió en 2014. En Rusia tomaron las sanciones como un desafío, desarrollaron su propia agricultura y hoy son casi independientes. Nosotros hacemos exactamente lo contrario. Nos disparamos en el pie, luego en el pecho y ahora en la cabeza.
Sí, la soberanía alimentaria está en juego. Y, más que eso, la capacidad de formar una nación, de existir de manera independiente y de alimentar a nuestro pueblo sin mendigar al resto del mundo.
Más allá de este episodio específico, ¿considera esta movilización un síntoma de un descontento más general? ¿Fue el sacrificio de este ganado, en última instancia, solo un detonante entre muchos?
Sí, es un detonante, pero la mecha llevaba mucho tiempo encendida. No se trata de un arrebato de ira: es un grito de auxilio, instinto de supervivencia.
Como decía antes, estamos ante payasos trajeados que juegan con la tecnocracia a nuestra costa. Sería ridículo si nuestro futuro común no estuviera en juego. Lo orquestan desde salas de reuniones con aire acondicionado, rodeados de relaciones públicas y estrategas de comunicación que afinan sus argumentos para «vender» el sacrificio masivo y hacerlo más digerible. No es gestión de salud pública: es una operación narrativa impulsada por el Estado, con el respaldo de medios claramente alineados con el discurso oficial.
Pero los franceses deben entender algo: esto no va solo de nuestra frustración como agricultores. Es una señal de alerta para todo el país. Cuando no haya agricultores, quedarán estantes vacíos, alimentos envasados al vacío llegados de la otra punta del mundo y lágrimas.
La situación es más grave de lo que creemos. La Política Agrícola Común (PAC), ya cargada de exigencias difíciles de justificar, se está estrechando aún más. Se ha anunciado un recorte de más del 20 %, mientras que las ayudas quedan supeditadas a requisitos a veces difíciles de entender: el marcado de la casilla correspondiente, la implantación de las «franjas enherbadas» en el lugar indicado y el ajuste de los plazos. Nos están convirtiendo en burócratas agrícolas.
Mientras tanto, la Unión Europea se ha convertido en el principal problema, con su visión distante y destructiva y su obsesión por el libre comercio a cualquier precio. El segundo problema son los burócratas franceses, con un celo desmesurado, que van incluso más allá de Bruselas para demostrar su lealtad al sistema. Se pasan el tiempo en reuniones fabricando retórica vacía para justificar lo injustificable.
Es hora de que los franceses despierten. No mañana: ahora. Porque no se trata solo de vacas o maíz. Se trata de soberanía, dignidad y libertad. Y puede que sea la última oportunidad de recuperar el control sobre lo que comemos, lo que producimos y lo que somos.
Artículo publicado originalmente en The Epoch Times con el título «Pour nous agriculteurs, c’est la mobilisation du dernier espoir»: Théophane de Flaujac.
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