La conformación de los Comités Bolivarianos de Base Integral (CBBI) marca un punto de inflexión en la organización política territorial de Venezuela. El régimen de Nicolás Maduro los presenta como una nueva etapa de participación directa, encaminada a fortalecer lo que denomina el Estado Comunal. Sin embargo, el diseño, el discurso y la estructura operacional de estos comités se asemejan menos a un experimento de democracia local y más a la arquitectura de control territorial implementada por el Partido Comunista Chino (PCCh) desde mediados del siglo XX.
En China, la comunidad organizada no funciona como un espacio autónomo donde los ciudadanos deliberan, deciden y supervisan a sus autoridades. Por el contrario, la comunidad es un nivel administrativo del Partido, encargado de movilizar, disciplinar, vigilar y homogeneizar la vida social. La frontera entre ciudadanía, sociedad civil y Estado desaparece. El Partido se disuelve en el tejido social para controlarlo desde dentro. La transformación es profunda: el barrio deja de ser un espacio de convivencia y se convierte en una extensión territorial del poder central. Esto es precisamente lo que comienza a tomar forma en Venezuela.
El despliegue de los CBBI ocurre en un contexto político marcado por el desgaste del proyecto chavista. La economía continúa contraída, los servicios públicos se encuentran extremadamente deteriorados y la migración ha vaciado barrios y centros de producción. Paralelamente, acusaciones internacionales vinculan a altos funcionarios del oficialismo con estructuras de narcotráfico, terrorismo y lavado de dinero, entre ellas el llamado Cartel de los Soles y el temido Tren de Aragua. Mientras Estados Unidos incrementa sus operaciones antinarcóticos en el Caribe y el Pacífico, el chavismo necesita reforzar mecanismos de cohesión interna, recuperar control territorial y reorganizar la capacidad de movilización de sus bases. Esto parece un plan fallido desde el inicio por la enorme pérdida de popularidad del sistema y el desprecio que ha surgido contra la poderosa cúpula chavista.
La narrativa oficial sostiene que la creación de los CBBI profundiza la democracia participativa. Maduro ha afirmado que «el poder lo tiene el pueblo» y que esta nueva fase permitirá que las soluciones surjan desde la comunidad. Sin embargo, la realidad política venezolana no permite entender la participación como un ejercicio voluntario o plural. El acceso a alimentos subsidiados, bonos, combustible y servicios depende de redes de distribución controladas por el Estado y, en muchos casos, administradas por estructuras locales vinculadas al PSUV. Asimismo, no se puede dejar de lado los altos niveles de persecución y eliminación de la disidencia, el control de los medios y la ausencia de Estado de derecho. En este contexto, «participar» implica alinearse; abstenerse implica quedar fuera de la cadena de supervivencia. La participación no es libre; es funcional.
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Más que fortalecer la autonomía comunitaria, los CBBI refuerzan la dependencia. La comunidad no ejerce poder frente al Estado; por el contrario, el Estado se incrusta en la comunidad para administrar la vida cotidiana. La relación es vertical, pero se presenta como horizontal. La retórica es dar poder a la gente, pero la práctica es de subordinación absoluta y obligatoria.
Este tipo de organización política tiene precedentes. En la Rusia revolucionaria, los soviets nacieron como órganos autónomos de trabajadores y campesinos, pero fueron absorbidos por el partido bolchevique una vez estabilizado el poder. En China, las Comunas Populares de 1958 se crearon desde arriba, no desde el territorio, para ejecutar directrices del Estado y homogeneizar la producción y la vida social bajo un mando único. En Cuba, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) transformaron el vecindario en un espacio de vigilancia ideológica permanente. La historia muestra un patrón: estructuras que se presentan como órganos de autogobierno, terminan funcionando como instrumentos de control político territorial.
Venezuela se mueve hoy hacia esa dirección. La creación de los Comités Bolivarianos no surge de una demanda social ni de una crisis de representación institucional que busque soluciones participativas. Surge de la necesidad del poder central de reorganizar el control, disciplinar el territorio y reconstruir redes de lealtad política en un país exhausto, fragmentado y empobrecido.
En este sentido, el Estado Comunal no es la superación de la democracia representativa, sino la sustitución de lo institucional por lo partidista. La distinción entre ciudadanía y militancia se diluye. La noción de comunidad ya no remite a cooperación o solidaridad, sino a administración política del espacio social.
Lo que está en juego no es solamente una modificación organizativa, sino la transformación de la relación entre el individuo y el poder. Si los CBBI se consolidan, la comunidad venezolana corre el riesgo de dejar de ser un lugar donde la vida ocurre y se comparte, para convertirse en un espacio donde se vigila, clasifica, moviliza y obedece.
La pregunta no es si este modelo funcionará en términos de control. A corto plazo, es probable que sí. La pregunta es qué queda de la sociedad cuando el territorio, la identidad y la vida comunal se subordinan por completo al partido y al Estado. En una Venezuela sedienta de cambio, estos procesos pareciera que se comprometen desde el inicio. El futuro tendrá la palabra en este sentido.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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