OPINIÓN

Crónica de una traición anunciada: la resolución de la ONU que blanquea la ocupación del Sáhara y lo convierte en arma marroquí

El Consejo de Seguridad de la ONU, con el impulso de Estados Unidos, ha otorgado un respaldo decisivo al plan de autonomía marroquí de 2007, al reconocerlo como base para una «solución mutuamente aceptable» al conflicto del Sáhara Occidental
noviembre 2, 2025 19:49, Last Updated: noviembre 2, 2025 19:51
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El 31 de octubre de 2025 quedará grabado como un día nefasto en la historia del Sáhara Occidental, no por el paso del tiempo, sino por la resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que, bajo el impulso de Estados Unidos, ha dado un respaldo decisivo al plan de autonomía marroquí de 2007 como base para una «solución mutuamente aceptable». Esta decisión, aprobada con la abstención de Rusia y Pakistán, extiende el mandato de la MINURSO hasta octubre de 2026, pero prioriza explícitamente la propuesta de Rabat, reconociendo que una «autonomía genuina bajo soberanía marroquí podría constituir la solución más viable».

Horas después, el rey Mohamed VI irrumpía en un discurso inédito, televisado y radial, proclamando un «nuevo capítulo victorioso» en la «consagración de la marroquinidad del Sáhara», invitando a los refugiados saharauis de Tinduf a regresar como «todos marroquíes» y agradeciendo explícitamente a España por su apoyo al proceso. Triunfalismo puro, que oculta una realidad amarga; esta resolución no resuelve un conflicto de medio siglo, sino que lo entierra bajo el peso de una ocupación ilegal que España, como potencia administradora histórica, tiene el deber jurídico y moral de combatir.

Han transcurrido exactamente 50 años desde que España abandonó el Sáhara Occidental, su provincia número 53 hasta 1975, en un desorden que allanó el camino para la Marcha Verde marroquí y la posterior guerra contra el pueblo saharaui. El Acuerdo de Madrid de ese año, firmado en la agonía de Franco, fue un fracaso estrepitoso: legalizó la partición entre Marruecos y Mauritania sin consulta al pueblo saharaui, violando el derecho internacional y erosionando para siempre la credibilidad española como potencia descolonizadora.

Desde entonces, la ONU ha prometido un referéndum de autodeterminación que nunca llega, la Unión Europea ha ignorado sentencias de su propio Tribunal de Justicia al mantener acuerdos comerciales que validan la anexión, y España ha acumulado una cadena de traiciones que hoy culminan en esta resolución. Felipe González prometió independencia en 1983 y terminó como lobbista de Rabat; Zapatero y Moratinos posaron con mapas que incluyen el Sahara, Ceuta, Melilla y Canarias en el reino marroquí; y Pedro Sánchez, en 2022, consumó la madre de todas las traiciones con una carta que asumió los postulados marroquíes, sin debate parlamentario ni consulta al Consejo de Ministros.

¿Olvidamos que este Gobierno fue víctima de un ciberespionaje masivo con Pegasus por parte de Marruecos, una agresión que condicionó decisiones nacionales y facilitó el chantaje para ceder en el Sáhara? Un país decente habría impulsado una comisión de investigación en el Congreso para esclarecer qué se sustrajo y con qué fines, pero la complacencia ha prevalecido, cediendo soberanía ante un régimen que nos espía y nos amenaza.


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Esta resolución no es neutralidad diplomática; es un blanqueo descarado de la ocupación ilegal marroquí que, desde 1975, ha violado sistemáticamente el alto el fuego y las resoluciones de la ONU. El plan de autonomía, impulsado por el borrador estadounidense del 22 de octubre, inicialmente limitaba el derecho a la autodeterminación y priorizaba la soberanía de Rabat, aunque un texto revisado lo menciona para lograr un consenso. Donald Trump, con su habitual pragmatismo transaccional, ha jugado un rol clave en este giro, alineando a Washington con los intereses marroquíes en un contexto de presiones diplomáticas de Rabat sobre aliados como Francia, Emiratos Árabes y Panamá. El magnate neoyorquino, obsesionado con acuerdos ganadores, ignora que este «éxito» perpetúa una injusticia que desestabiliza el Magreb y amenaza la estabilidad atlántica. Pero el verdadero villano es el régimen alauí, expansionista por naturaleza, que ve en esta victoria un trampolín para reclamar aguas canarias, Ceuta, Melilla y nuestras plazas de soberanía en el Mediterráneo, como las Chafarinas o Peñón de Vélez. Un irredentismo que viola el derecho internacional y pone en jaque la integridad territorial española, desde el Atlántico hasta el Estrecho.

En este momento delicado, el pueblo saharaui —nuestros antiguos compatriotas, dispersos en campamentos de Tinduf o bajo ocupación— merece no solo solidaridad implícita, sino un recordatorio de que su lucha pacífica por la autodeterminación es un faro de dignidad en un mundo de cinismos. España, como firmante de la Carta de la ONU y potencia administradora, tiene un deber inexcusable: honrar el legado de una provincia que nos unió durante un siglo, rectificando la serie de dudas y retrocesos que han prolongado su calvario.

Pero vayamos más allá de la denuncia histórica. Nadie ha subrayado aún el valor estratégico del Sáhara Occidental para resolver uno de los desafíos más graves que azota a España, la inmigración ilegal hacia Canarias, que ha experimentado un aumento exponencial en los últimos años. Según informes de la Guardia Civil a los que he tenido acceso, múltiples embarcaciones que arriban a nuestras islas parten de enclaves en el Sáhara controlados por autoridades marroquíes, que hacen la vista gorda o, peor, manipulan este grifo migratorio como arma híbrida contra nuestro país. Un Sáhara bajo soberanía marroquí perpetuaría este caos; Rabat controlaría las salidas según sus conveniencias diplomáticas, instrumentalizando flujos humanos para presionar a España, como ya ha hecho en el Estrecho.

Imaginemos, en cambio, un escenario alternativo: un pueblo saharaui aliado con España, libre de la tutela rabatí, como socio en la gestión migratoria. Podríamos alquilar recintos portuarios en ciudades clave como El Aaiún o Dajla —dotados de muelles accesibles y aeropuertos funcionales—, con estatus jurídico equivalente al de una sede diplomática en territorio extranjero. Estos enclaves, bajo el acervo de Schengen y compatibles con el derecho al asilo y la Carta Europea de Derechos Fundamentales, acogerían a funcionarios de Estados miembros o de la Agencia Europea de Control de Fronteras (Frontex). Sus funciones podrían ser la recepción inmediata de embarcaciones de Salvamento Marítimo, cuerpos de guardacostas schengenianos o actores privados; identificación, recolección de datos, tramitación de protección internacional y, crucialmente, devoluciones en caliente seguras, tanto físicas como jurídicas, para inmigrantes ilegales interceptados en aguas internacionales o españolas.


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Las consecuencias positivas serían inmediatas y profundas. Para España y Europa, inmediatez en los retornos, aliviando la presión sobre Canarias y el sistema de acogida; para los saharauis, un rol activo en la estabilidad regional, con desarrollo económico ligado a la cooperación migratoria. Todo ello materializable vía aérea o marítima, en armonía con países de origen para repatriaciones ordenadas. Un Sáhara autónomo y autodeterminado no sería un problema, sino una solución estratégica; un baluarte contra el descontrol que Marruecos fomenta, diversificando nuestras alianzas —quizá con Argelia en energía y seguridad— y blindando nuestras fronteras atlánticas.

España no puede tolerar que Marruecos se salga con la suya. Debe buscar apoyos diplomáticos urgentes en la ONU, la UE y aliados como Argelia. La sed expansionista del régimen alauí no se saciará con el Sáhara; ya apunta a nuestros enclaves africanos y mediterráneos, amenazando la soberanía que tanto nos ha costado defender. Es hora de una política exterior con visión de Estado: firme, estratégica y leal a nuestros deberes morales. De lo contrario, la traición de hoy será el remordimiento de mañana, y el pueblo saharaui —ese eco de nuestra propia historia— pagará el precio más alto.

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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