Ernest Lluch y la sombra de La Habana: 25 años después

Las conexiones internacionales del terrorismo etarra y el régimen cubano reabren viejas preguntas

Por Sayde Chaling-Chong García
15 de noviembre de 2025 08:34 Actualizado: 15 de noviembre de 2025 08:34

Comentario:

En unos días se cumplirán veinticinco años del asesinato de Ernest Lluch. Nadie duda de que ETA lo asesinó. Lo que aún cabe preguntarse es si detrás de aquella orden hubo algo más que fanatismo nacionalista: influencias o motivaciones ajenas a la propia organización.

Hace unos días, mi mujer me mostró una publicación firmada por Albert Salvador, del Cercle d’Economia. En ella recordaba a Lluch y relataba una anécdota: pocos meses antes de su asesinato, ambos habían viajado a Cuba, invitados por la Universidad de La Habana para hablar de la transición española.

El viaje que pocos recuerdan

Revisando artículos de la época apareció una pieza clave: el texto que Lluch publicó en La Vanguardia el 9 de diciembre de 1999, titulado «Que Cuba se abra a Cuba». El título no era casual. Un año antes, durante su visita a la isla en 1998, Juan Pablo II había pedido: «Que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba». En 1999, en la Cumbre Iberoamericana celebrada en La Habana, el rey Juan Carlos remató la idea con otra fórmula: «Que Cuba se abra a Cuba». Lluch tomó esa frase del monarca y la convirtió en encabezado de su artículo para subrayar que el problema ya no era el mundo exterior, sino el cierre político interno.

Ernesto Lluch (segundo por la derecha) posa junto a Alfonso Guerra (primero por la izquierda) el 4 de mayo de 1986. Ministerio de la Presidencia. Gobierno de España vía Wikimedia Commons.

En ese texto, preparando su viaje, reflexionaba sobre la necesidad de que la isla emprendiera una apertura interna. Su diagnóstico era claro: la dictadura había destruido la economía y asfixiado la libertad. «No se trata de que el mundo se abra a Cuba, sino de que Cuba se abra a sí misma».

Lluch veía en el régimen cubano un sistema paralizado por el control del Partido Comunista. Criticó la centralización, el desabastecimiento y la miseria moral.

Dejó una frase reveladora: «Voces bien informadas hablan de que la única posibilidad de cambio interno es Raúl Castro, lo que es verosímil y peculiar».

Esa observación, en apariencia técnica, era profundamente subversiva. Aunque Fidel Castro mantenía el poder simbólico, similar al de un jefe de Estado, el poder real ya lo detentaba su hermano Raúl, apoyado en el MINFAR y en el aparato de inteligencia militar: la facción Castro-Espín, una especie de primer ministro en la sombra.


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Desde la Causa n.º 1 de 1989, cuando el general Arnaldo Ochoa fue fusilado por narcotráfico, Raúl había asumido el control efectivo del país, desplazando a los fidelistas. Aquel proceso marcó el paso de una dictadura carismática a otra tecnocrático-militar. Cuando Lluch apuntó que Raúl era «la única vía de cambio», describía la fractura interna del castrismo, el declive del fidelismo y la consolidación del poder militar.

En 2008 se confirmó: Raúl asumió oficialmente el mando y depuró a cuadros vinculados al fidelismo tradicional, incluso dentro de su propia familia. El caso más simbólico fue el de Fidel Castro Díaz-Balart, primogénito de Fidel, que murió en 2018 en circunstancias nunca aclaradas, oficialmente por suicidio.

Pocos meses después de escribir aquel artículo y viajar a Cuba, Ernest Lluch fue asesinado.

ETA, Cuba y el Departamento de América

Por esas fechas, las conexiones entre Cuba y ETA eran conocidas en círculos diplomáticos, pero rara vez admitidas. Desde los años setenta, el castrismo había acogido a etarras bajo la bandera de la «solidaridad revolucionaria». En 1983, Fidel Castro convenció a Felipe González de enviar etarras a la isla con la promesa de controlarlos e impedir su salida; a cambio, España no pediría su extradición. Todo esto acompañado de una frase demoledora: «Los etarras no son mercenarios».

El régimen mantuvo durante décadas vínculos con grupos violentos de inspiración marxista-leninista. Castro no se limitó a ofrecer refugio: entrenó a militantes de ETA en Argelia, donde instructores cubanos colaboraban con su ejército. Detrás de esas operaciones estaba el Departamento de América, dirigido por Manuel Piñeiro, “Barba Roja”, artífice de la proyección internacional del castrismo y de su red de guerrillas en Hispanoamérica.

El aparato que formó a guerrilleros colombianos, sandinistas y montoneros tenía vínculos con ETA. Cuba fue durante décadas casa segura del terrorismo marxista-leninista internacional.

Cuba figura en la lista de países patrocinadores del terrorismo del Departamento de Estado de EE. UU. por su apoyo a grupos como ETA y otros movimientos armados, y por dar asilo a fugitivos condenados por asesinato. El caso más conocido es el de Assata Shakur (Joanne Chesimard), condenada por matar a un policía en Nueva Jersey. Escapó, y huyó a Cuba  recibiendo protección del régimen, que siempre negó su extradición. Murió en La Habana el 25 de septiembre de 2025, a los 78 años.


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Todo revela un patrón constante: el régimen convirtió Cuba en un santuario para terroristas. En ese escenario, la figura de Ernest Lluch –un socialista crítico con el marxismo-leninismo– podía resultar una amenaza política, y moral. ¿Pudo su visión del castrismo y su reciente viaje incomodar a ciertos círculos del aparato de seguridad cubano? No hay pruebas judiciales, pero el patrón histórico existe.

El método de las venganzas

La historia del comunismo está atravesada por purgas internas, y Cuba no fue la excepción. Uno de los primeros casos fue Julio Antonio Mella, fundador del Partido Comunista de Cuba: un marxista ortodoxo. En 1929 fue asesinado en México por agentes vinculados a la Internacional Comunista.

En 1951, Eduardo Chibás, líder del Partido Ortodoxo y «referente moral», murió tras dispararse. Aunque el régimen habló de suicidio, muchos cubanos creen que fue víctima de una operación del entorno de Fidel Castro, joven militante que aspiraba a ocupar su espacio político.

En 1957, el caso de Humboldt 7 —la delación y asesinato de jóvenes revolucionarios— confirmó esas dinámicas. Oficialmente, fue una redada policial; en realidad, un ajuste de cuentas interno.

En 1998, Manuel “Barba Roja” Piñeiro, jefe del Departamento América y hombre que conocía los secretos de la diplomacia clandestina del castrismo, murió en un supuesto accidente. Nunca se investigó. Dentro del propio régimen muchos afirman que fue silenciado porque sabía demasiado.

Mella, Chibás, Humboldt 7 y Barba Roja muestran un patrón constante: el comunismo hispanoamericano convirtió la lealtad ideológica en un arma de eliminación personal. Lluch, un socialista libre y crítico con el castrismo, representaba exactamente el tipo de figura que un sistema así no tolera.

Una pregunta que sigue viva

Veinticinco años después, los autores materiales del crimen están identificados: Krutxaga, García Jodrá y Armendáriz. Pero la autoría intelectual nunca se esclareció. ETA reivindicó el atentado dentro de su campaña contra el PSOE, aunque nada impide pensar que los vínculos internacionales del grupo –especialmente su afinidad con La Habana– pudieran influir en la elección del objetivo.

Durante el juicio, los condenados no mostraron arrepentimiento ni ofrecieron explicación. Repitieron la consigna de ETA: que Lluch, como exministro, representaba la «represión de los GAL». Ninguno aclaró quién decidió que él, y no otro, debía morir.

1999 marcó el inicio de una gran ofensiva contra ETA, que alcanzó su punto álgido en el año 2000. El Estado español y el francés asestaron los golpes más contundentes en décadas, desarticulando comandos, destruyendo refugios y cortando vías de financiación. La organización quedó fragmentada y con mandos bajo presión. En ese contexto, Lluch pasó en muy poco tiempo de objetivo político a objetivo militar.

Todo indica que ETA arrastraba compromisos con viejos aliados. Y un dato inquietante persiste: del viaje de Lluch a Cuba no queda rastro en archivos oficiales. Su artículo de La Vanguardia ya no está en la web; solo circula reproducido en un medio anticomunista cubano y citado en su bibliografía. El único testimonio directo procede de su acompañante en aquel viaje, que lo relató años después en redes.

Cuba mantuvo durante años una colonia de etarras refugiados, nunca desradicalizados. Vivían integrados en la isla, bajo protección del régimen. En ese entorno, un académico español que había desafiado el discurso oficial resultaba incómodo, y su eliminación, funcional.

No hay pruebas concluyentes, pero sí coherencia histórica. El castrismo actúa por delegación: influye, sugiere, mueve piezas y borra huellas. Lluch simbolizaba una derrota moral para su narrativa. Y las dictaduras, cuando se sienten amenazadas por la palabra, responden con silencio… o con muerte.

Epílogo

Cuando se recuerda a Ernest Lluch, suele evocarse al hombre dialogante y al intelectual que se atrevió a decir lo que muchos socialistas callaban: que la revolución cubana fracasó, y que solo la libertad podía salvar al pueblo. Representó a una generación que creyó en una socialdemocracia capaz de plantar cara al totalitarismo desde la razón. Pero esa tradición ha sido sustituida por un indentitarismo que renuncia a la libertad, y entrega su autoridad moral a quienes nunca han dejado de amparar dictaduras, y cuyo legado de violencia ideológica terminó por alcanzar a Lluch.

Lluch fue uno de los pocos que lo dijo a tiempo. Y por eso su voz se apagó meses después, en un garaje de Barcelona.

Quizá algún día sepamos si la bala que lo mató venía solo de ETA, o también del eco disciplinador de La Habana. Por ahora, basta con mirar aquello que permanece: un régimen experto en venganzas, una organización terrorista con viejas lealtades, y una historia que, cada vez que puede, repite sus sombras con precisión quirúrgica.

Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times

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