«Hay un plan»: Bannon, el arquitecto de la insurgencia cívica
Steve Bannon lo dijo sin rodeos: «Trump va a ser presidente en el 28, y la gente debería ir acostumbrándose». Lo afirmó en una conversación con The Economist, insistiendo en que «hay muchas alternativas» y que «a su debido tiempo» explicarán el plan. No fue un desliz: es la convicción de quien, desde el corazón del movimiento America First, entiende la rabia del estadounidense medio ante un establishment que lo desprecia.
Que lo diga Bannon importa. No es un tertuliano más; fue el chief strategist de la primera Administración Trump y el cerebro que cristalizó, en lenguaje político aglutinador, el sentir de millones: fronteras seguras, prosperidad para el trabajador, repudio al globalismo corporativo. En una entrevista recogida por la prensa israelí, Bannon llegó a describir a Trump como «instrumento de la providencia» y sostuvo que, si vuelve en 2028, será «por la voluntad del pueblo estadounidense», que es —recordó— lo que la Constitución encarna.
El propio Trump ha alimentado esa conversación. Preguntado por periodistas, dijo que le «encantaría» presentarse de nuevo. Ha bromeado con gorras «Trump 2028» y, más de una vez, ha negado que se trate de un chiste: no descarta nada, insiste.
No es casual que este debate surja ahora. Tras el segundo mandato, muchos votantes sienten que queda trabajo por completar: consolidar fronteras, devolver manufactura y orgullo cívico, poner orden en la cultura institucional y en la política exterior. Y Bannon, que navega esas corrientes, verbaliza lo que millones murmuran: si el pueblo quiere continuidad, ¿por qué negar la opción?
La tercera elección no es herejía: de Roosevelt a la 22.ª Enmienda
La idea de que un presidente sea elegido más de dos veces no es una extravagancia norteamericana: fue norma durante siglo y medio. George Washington se retiró tras dos mandatos por virtud republicana, no por obligación jurídica. El precedente se convirtió en tradición, hasta que Franklin D. Roosevelt rompió el molde: ganó un tercer mandato en 1940 y un cuarto en 1944, en plena guerra. Murió en el ejercicio del cargo, con el cuarto mandato recién estrenado. La reacción legislativa vino después: la 22.ª Enmienda, ratificada en 1951, fijó el límite de dos elecciones presidenciales.
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Conviene subrayarlo: lo «nuevo» en la historia estadounidense no es que un presidente pueda ser elegido más de dos veces, sino justamente lo contrario: la imposibilidad de hacerlo es relativamente reciente. Fue un ajuste de posguerra para evitar personalismos larguísimos en un mundo que había visto el auge de dictaduras. Pero el contexto de 1951 no es el de 2028. Y la pregunta que late es si, en las condiciones actuales, la regla rígida sirve mejor a la soberanía popular o la constriñe artificialmente.
Democracia de largo aliento: por qué hoy convienen mandatos prolongados
Los conservadores desconfían de los atajos. Saben que las constituciones no son plastilina, pero también que las reglas deben servir al demos, no encadenarlo. Si el ciudadano es el soberano, ¿por qué negarle la opción de volver a elegir —libremente— al mismo líder si, tras evaluar resultados y promesas, considera que es la mejor herramienta para sus fines legítimos?
Hay razones democráticas y prudenciales para abrir la puerta a una continuidad mayor cuando el cuerpo electoral así lo pida:
Soberanía sin tutelas. La democracia no es que las élites decidan cuánto tiempo basta; es que el pueblo decida, elecciones mediante, a quién confiar la ejecución del bien común. El límite rígido, aplicado per se y en todas las coyunturas, introduce una tutela tecnocrática: «te protejo de tu propio juicio». Es la misma lógica con la que se blindan burocracias que nadie vota.
Estabilidad para negociar la paz y la prosperidad. La geopolítica y la economía real no caben en ciclos de cuatro años. Piénsese en guerra y seguridad: cuando una administración intenta cerrar un conflicto por disuasión o por acuerdo, el adversario calcula si puede «esperar al siguiente» para arrancar mejores condiciones. La previsión de que el gobernante continuará si el pueblo lo refrenda reduce incentivos a dilatar y mejora la posición negociadora de Estados Unidos. Lo mismo vale para coaliciones y tratados: los socios confían más cuando perciben que las líneas maestras perdurarán.
Inversiones de largo aliento. Repatriar industrias, reconstruir cadenas de suministro críticas, modernizar infraestructura, reformar educación técnica, limpiar regulaciones obsoletas… todo eso exige horizontes largos. Si cada cuatro años la mitad del ecosistema político trabaja para desmontar lo anterior, el coste de capital sube, el empresario se retrae y los proyectos no maduran. Un liderazgo con opción de continuidad ordenada —siempre refrendada en las urnas— permite tomar decisiones audaces cuyo fruto se verá en el largo plazo.
Coraje reformista. ¿Qué político afronta medidas que exigen sacrificios inmediatos, pero rendirán dividendos dentro de ocho o diez años si sabe con certeza que otro cortará la cinta? La posibilidad de seguir si los ciudadanos aprueban el rumbo alinea incentivos: el gobernante siembra y cosecha; no siembra para que otro coseche y se lleve el mérito.
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Menos pendularidad, más legitimidad. La alternancia es sana; el péndulo histérico, no. Cuando el poder cambia de manos para deshacer exactamente lo hecho, la política se vuelve hiperlegitimista: cada ganador pretende hablar en nombre del Pueblo con mayúscula, y al discrepante se le tacha de enemigo de la democracia. Paradójicamente, autorizar que el mismo proyecto sea ratificado en las urnas para completar su ciclo reduce el dramatismo y refuerza la legitimidad de las políticas de Estado.
Desde esta perspectiva, permitir que Trump concurra a una tercera elección no sería un capricho caudillista, sino una ampliación de opciones para el votante que reclama continuidad en aspectos concretos: frontera, reindustrialización, realismo energético, seguridad en las calles, sentido común en lo cultural, mano firme frente a enemigos estratégicos. Es el elector, no el editorialista, quien debe poder decir: «quiero más de esto».
La vía constitucional: interpretación, precedentes y el papel del Supremo
Los críticos repiten: «La 22.ª Enmienda lo impide». Sí: dice que nadie puede ser elegido presidente más de dos veces. Pero aquí concurren dos realidades que conviene no olvidar:
Primera, la Constitución admite interpretación. No por «comités de expertos» ni por encuestas en redes sociales, sino por el Tribunal Supremo, árbitro final del texto en casos controvertidos. La historia constitucional reciente lo prueba: no porque la palabra «aborto» aparezca en la Constitución, sino porque el Supremo así lo decidió, Roe v. Wade lo elevó a «derecho» pese a que muchos Estados lo trataban de forma distinta; y, años más tarde, el propio Tribunal concluyó que no había tal derecho y remitió el asunto a los Estados. La lección no es sobre aborto, sino sobre cómo cambia la lectura constitucional cuando cambian los criterios jurídicos. (Numerosos analistas han destacado que buena parte del mundo evangélico vio en los nombramientos de jueces originalistas por parte de Trump la condición que permitió revertir Roe, precisamente porque la Constitución no lo explicitaba).
Segunda, incluso aceptando el tenor literal de la 22.ª Enmienda (que prohíbe ser «elegido» más de dos veces), los juristas llevan años discutiendo escenarios de sucesión y de cargos en la línea sucesoria que no pasan por las urnas presidenciales —el speaker de la Cámara, por ejemplo—, terreno donde el texto no es tan diáfano. La prensa generalista lo ha explicado con claridad: lo «electoral» está cerrado; la sucesión abre preguntas constitucionales. Trump ha descartado atajos como concurrir como vicepresidente por considerarlos «demasiado rebuscados»; pero el mero debate revela que no todo está escrito en piedra. Y, por supuesto, si el pueblo y sus representantes lo quieren, siempre existe la vía de enmienda constitucional formal.
En suma, no se trata de forzar la máquina, sino de tomar en serio el autogobierno. La regla actual nació en un momento histórico concreto; la jurisprudencia y el proceso de enmienda existen para ajustar forma y fondo a nuevas realidades democráticas cuando el cuerpo cívico lo demanda.
Providencia, propósito y hechos: por qué tantos creyentes ven a Trump como un instrumento
Hay un elemento espiritual que moviliza a millones —sobre todo cristianos evangélicos, pero también creyentes de otras religiones—: la intuición de que Trump cumple una misión, no porque sea un santo, sino porque, como Ciro en las Escrituras, puede ser usado por Dios para beneficio del pueblo.
Tras el atentado de Butler (Pensilvania) —aquel disparo que rozó su cabeza y que pudo ser fatal—, esa lectura se ha intensificado. Trump habló de un «acto de Dios» y de que su vida fue «salvada por Dios con un propósito». Desde entonces, su retórica ha virado hacia lo mesiánico en un sentido no teológico, sino de misión pública: algo ocurrió y no da igual.
Para millones de cristianos no es una boutade: Dios escribe recto con renglones torcidos. Voces evangélicas —como Franklin Graham, cuando dijo que «Dios le giró la cabeza» en el último instante— ven en Trump un instrumento, no un santo. El lenguaje bíblico ofrece modelos claros: Ciro, el rey persa que favoreció al pueblo de Israel sin ser de su fe; o, en negativo, Atila, el flagellum Dei, que recuerda que la Providencia actúa incluso a través de actores no piadosos. Lo decisivo no es la biografía devocional del líder, sino el resultado histórico: si logra frenar la deriva totalitaria que padece Occidente —globalismo, islamoizquierdismo, disolución de la nación—, estaría sirviendo un designio.
Ahora bien, en la tradición judeocristiana los signos piden frutos. La legitimidad de esa lectura —piensan muchos creyentes— se confirma cuando el propósito se traduce en obras verificables.
Y ahí entra la política con los pies en la tierra. En menos de un año de este segundo mandato, Trump ha mantenido el acelerador en prioridades America First: control fronterizo y deportaciones; desmontaje de la ingeniería ideológica en normas federales (con especial énfasis en la protección de menores); acción policial frente a grupos violentos; repatriación industrial y condiciones para que vuelvan fábricas; exigencia de que Europa asuma su parte en la OTAN; y una política exterior transaccional orientada a disuasión creíble (contener a Irán, empujar una paz posible entre Ucrania y Rusia, y reconducir Oriente Próximo sin abdicar de la seguridad de Israel). Ese pulso —guste o no— está en marcha, y una parte sustantiva del país no quiere que se diluya justo cuando empiezan a notarse sus efectos.
¿Se puede y conviene? Viabilidad, riesgos y oportunidad
¿Puede darse un tercer mandato? La respuesta honesta es: políticamente, sí; jurídicamente, depende del camino. Hay tres sendas teóricas:
Interpretación constitucional: que una controversia real —no una especulación— llegue al Supremo sobre el alcance de «ser elegido dos veces» frente a asumir la Presidencia por sucesión. Un Tribunal que ya ha demostrado revisar doctrinas con fundamento textual y originalista podría aclarar límites y vías.
Reforma constucional: ardua, sí, pero posible cuando hay consenso popular sostenido. Ratificar una enmienda pro-continuidad con garantías democráticas —por ejemplo, mayorías reforzadas, segunda vuelta con umbral alto o validación federal/estatal— sería una forma limpia de devolver al ciudadano la última palabra.
La fuerza de los hechos: que el propio curso de los acontecimientos —crisis internacional, reconfiguración del mapa partido por partido— genere mayorías culturales para la continuidad y obligue a rediscutir la regla.
¿Y los riesgos? Claro que existen. La edad: en 2029, Trump tendría 82 años. La virtud conservadora dicta pruebas de vigor y equipos sólidos que garanticen la continuidad del rumbo más allá de la biografía. La reacción callejera: vimos violentos disturbios en su primer mandato; una tercera victoria podría convertir a BLM, Antifa y satélites en piromanos políticos. El Estado debe prepararse para proteger vidas y propiedades con firmeza proporcional, incluso —si los gobernadores lo solicitan o las circunstancias lo exigen— con Guardia Nacional. La clave es aplicar la ley sin complejos, no militarizar la política.
¿Y los beneficios potenciales? Aquí la balanza se inclina. Un tercer mandato no sería un cheque en blanco; sería la oportunidad de rematar tareas que requieren dos o más ciclos:
Frontera y Estado de derecho: pasar de operativos de choque a arquitectura permanente (infraestructura, tecnología, cooperación con Estados, sanciones efectivas a empleadores de ilegales).
Reindustrialización: consolidar reshoring con energía abundante y regulación racional; educación técnica de alto nivel; defensa de sectores estratégicos.
Cultura institucional: blindar libertades frente a burocracias ideologizadas; restaurar neutralidad en agencias clave; rescatar mérito sobre cuotas.
Orden internacional: una OTAN responsable, China contenida por disuasión económica y militar, Irán sin bomba, paz fría negociada donde se pueda para que los estadounidenses vivan en paz y prosperidad.
Quien tema un «caudillo» que mire el diseño: checks and balances, elecciones libres y prensa combativa. Precisamente porque Estados Unidos no es una república bananera, puede discutirse una tercera elección sin que tiemblen los cimientos. No se trata de negar preventivamente una opción al votante, sino de confiar en su criterio.
En suma, un tercer mandato de Donald Trump no es sacrilegio ni fantasía: puede ser la respuesta democrática a una era que exige continuidad reformista, realismo estratégico y reconexión con la nación real. La pregunta no es si «se puede», sino si «se debe». Y si la mayoría lo quiere, respetar su veredicto es más democrático que cerrarle la puerta. Si el país pide continuidad para consolidar fronteras, trabajo, orgullo y esperanza, que no sean el establishment político-mediático, la burocracia federal ni los lobbies atrincherados quienes lo bloqueen. Si la mayoría escoge continuidad, no será un gesto hacia un hombre, sino hacia un rumbo del que depende, en parte, la fortaleza de Estados Unidos y la estabilidad del mundo libre.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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