El lunes, la comisaria europea de Servicios Financieros, Maria Luís Albuquerque, dijo que la Unión Europea ha destinado 742 000 millones de euros a inversiones alineadas con la Taxonomía de la UE durante los ejercicios financieros de 2022, 2023 y 2024. De esa cifra, 273 000 millones corresponden solo al último año.
Albuquerque defendió el mecanismo en una respuesta parlamentaria, afirmando que la Taxonomía «es apreciada y exitosa» y que las empresas la utilizan para orientar sus inversiones en sectores clave de la transición verde.
Sin embargo, esta avalancha de fondos no está exenta de sombras: críticos la ven como un instrumento rígido que prioriza ideologías sobre realidades económicas, especialmente en países como España, donde el sector primario y las pymes pagan la factura más alta.
La Taxonomía de la UE, establecida por el Reglamento (UE) 2020/852 y complementada por el Acto Delegado de 2022, clasifica actividades económicas como «sostenibles» si contribuyen a uno de los seis objetivos ambientales —como la mitigación del cambio climático o la protección de la biodiversidad— sin causar daño significativo a los demás.
Este marco, que se jacta de ser «neutral en tecnología» al basarse en resultados de rendimiento en lugar de tecnologías específicas, pretende canalizar al menos 700 000 millones de euros anuales de inversión privada hacia el Pacto Verde Europeo.
Pero, según detractores, la neutralidad tecnológica es más un eslogan que una realidad.
Albuquerque anunció una revisión de los criterios para simplificarlos, incluyendo los umbrales de «no causar daño significativo» (DNSH), pero admitió que el proceso será «basado en evidencias».
Esta promesa llega en medio de presiones de gobiernos como el italiano de Giorgia Meloni, que acusa a Bruselas de decisiones «cortoplacistas» en opciones tecnológicas, y de asociaciones empresariales de su país como Confetra y Confindustria Lombardia, que critican el enfoque en una sola solución verde en detrimento de alternativas flexibles para reducir emisiones.
¿Qué pasa en España?
España no es ajena a este flujo masivo.
Según el informe de la Comisión Europea sobre la adopción de la Taxonomía en el terreno, solo en 2023 las inversiones alineadas alcanzaron 60 000 millones de euros en el país, situándolo en tercer lugar tras Alemania (114 000 millones) y Francia (63 000 millones).
El Banco Europeo de Inversiones (BEI), por ejemplo, destinó 11 400 millones de euros a España en 2023 para 90 proyectos de alto impacto en la transición verde, acelerando la competitividad empresarial, pero también incrementando la dependencia de subvenciones.
En el ámbito nacional, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia ha canalizado miles de millones hacia renovables y eficiencia energética, aunque con retrasos: el V Informe de Ejecución destaca que, pese a los avances, la burocracia frena el desembolso efectivo.
Esto significa una doble cara: por un lado, oportunidades en sectores como la energía eólica, donde Iberdrola reportó 7796 millones de euros en financiación verde solo en 2024; por otro, una carga regulatoria que golpea directamente al sector agrario, responsable del 2,5 % del PIB nacional y que emplea a más de 800 000 personas.
El Informe Triptolemos de 2022 advertía que las estrategias del Pacto Verde, como la reducción drástica de fertilizantes, imponen límites que podrían hundir la producción agrícola en un 20-30 % si no se adaptan. Y los datos recientes lo confirman: desde la entrada en vigor del Pacto Verde, los precios de los alimentos han subido un 36 % en la UE, con caídas en la producción agrícola.
Agricultores al límite
Los agricultores españoles no se callan.
En junio del año pasado, durante las elecciones europeas, manifestaron en Madrid su demanda de «menos burocracia y un Pacto Verde realista», argumentando: «Si no somos rentables, no tenemos sostenibilidad». Las protestas se intensificaron este año, con tractoradas en Valencia y Almería denunciando que el Pacto Verde estrangula.
Rodrigo Alonso, portavoz nacional de Campo de Vox, sostiene que «la Agenda 2030 castiga a los agricultores españoles» al abogar por eliminar fronteras en flujos de mercancía, favoreciendo exportaciones de países en desarrollo sobre las de naciones como España.
«Su objetivo es sustituir nuestro sector primario por el de fuera», lo resume en una entrevista con The Epoch Times España criticando pactos como el UE-Marruecos que inundan el mercado con productos baratos e irregulados.
En un acto en Almería a principios de mes, Alonso y Juan José Bosquet lanzaron la campaña «PP y PSOE pactan en Bruselas la PAC que arruina a nuestro campo», exigiendo derogar partes del Pacto Verde que imponen cuotas ecológicas inalcanzables.
El mito del alarmismo
Detrás de estos 742 000 millones late un supuesto consenso climático que, para muchos especialistas, es más dogma que ciencia.
La Asociación de Realistas Climáticos (ARC), en un evento reciente en Madrid, presentó pruebas de que «no hay crisis climática»: la Tierra atraviesa un período extraordinariamente frío de 50 millones de años de enfriamiento general, y el calentamiento desde el siglo XIX —apenas 1 °C por siglo— es prematuro para atribuirlo mayoritariamente a emisiones humanas tras 6000 años de enfriamiento en el Holoceno.
Javier del Valle, doctor en Geografía, especialista en hidrología y glaciología, y miembro de ARC, lo dejó claro en una entrevista previa con The Epoch Times España: «No se está diciendo la verdad sobre el cambio climático».
«No hay acuerdo en absoluto en que el ser humano sea el responsable de esa subida de temperaturas», enfatizó, recordando que todos los modelos que predijeron un Ártico sin hielo o Maldivas sumergidas «han fallado». «Absolutamente todos», remarcó.
El CO₂, añadió, «no es un gas nocivo» ni perjudicial: sus emisiones humanas son «lo más positivo que ha hecho la humanidad por el medio ambiente», impulsando un 14 % de aumento en la productividad vegetal global desde 1982, según han registrado satélites de la NASA.
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«El catastrofismo climático es una especie de nueva religión que no permite matices, debate ni dudas», agregó por su parte el eurodiputado Juan Carlos Girauta.
Esta «religión de sustitución», describió Girauta en diálogo con este medio, contaminada por el wokismo, incide en regulaciones excesivas que provocan consecuencias como las inversiones verdes, que priorizan ideales sobre hechos.
La ARC respalda esta visión con datos duros: el Índice de Energía Ciclónica Acumulada (ACE) para huracanes ha disminuido desde 1990; el área quemada global se ha reducido en 1 millón de km² en 25 años; las inundaciones en España han caído desde 1960, con precipitaciones subiendo un 8 % de 618 l/m² (1980s) a 670 l/m² (2010-2019). El hielo ártico se ha mantenido estable por encima de 4,5 millones de km² durante 18 años, contradiciendo pronósticos como el de Al Gore en 2008.
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El precio de las políticas verdes
La crítica de las políticas verdes que bajan de Bruselas se extienden a normativas locales como la Ley de Movilidad Sostenible, aprobada el año pasado con 174 votos a favor y 170 en contra, que la diputada Pepa Millán califica como «políticas de salón hechas por políticos para aplicarlas contra el pueblo».
Esta norma impone Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) en ciudades de más de 50 000 habitantes, exigiendo etiquetas ECO o CERO y elevando el CO₂ como criterio de la DGT, lo que muchos críticos señalan que equivale a peajes urbanos implícitos.
En el sector agrario, Karl Iver Dahl-Madsen, experto danés en acuicultura y seguridad alimentaria, remarca la inutilidad de estos planes: el impacto del cambio climático en la producción global de alimentos es «insignificante», y el hambre mundial responde a «mal gobierno», no a emisiones.
En tanto, mientras Bruselas celebra sus 742 000 millones, en España resuenan las voces de un campo en ebullición y expertos que piden una adaptación realista sobre dogmas fallidos. La pregunta no es si el verde es deseable, sino si este modelo de inversión, con su rigidez, costes ocultos y basado en hipótesis dudosas, no está cavando la fosa de la competitividad europea.
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