Qué son los créditos de carbono y por qué son cada vez más cuestionados

Mientras las energías renovables se expanden sin freno, crecen las críticas al sistema de créditos de carbono por su falta de transparencia, eficacia y justicia global

Por Miguel Díaz
25 de junio de 2025 08:06 Actualizado: 25 de junio de 2025 08:20

Los créditos de carbono, creados como una herramienta para mitigar el cambio climático, han adquirido un protagonismo creciente en la agenda ambiental y económica global. Aunque se presentan como una solución innovadora para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sus fundamentos, usos y consecuencias están cada vez más en entredicho.

Incluso la base sobre la que se construye esta herramienta —la existencia de una «emergencia climática» global— ha sido objeto de debate. No son pocos los científicos y analistas que cuestionan que exista un consenso absoluto sobre la urgencia climática, aludiendo a que muchas de las proyecciones están basadas en modelos con márgenes de error significativos.

Uno de ellos es el analista energético Gerardo del Caz, quien ha afirmado que «la declaración de emergencia climática es en realidad una excusa para limitar, controlar y dirigir tanto la actividad económica como la vida diaria de los ciudadanos, avanzando, así, hacia una dictadura energética».

No obstante, lo más llamativo es que los créditos de carbono están siendo criticados incluso por sectores que sí reconocen el cambio climático como un fenómeno causado por la actividad humana. 

Es decir, los cuestionamientos no provienen solo de escépticos del calentamiento global, sino también de expertos y organizaciones que consideran urgente una acción climática, pero desconfían de este mecanismo en particular.

Esta nota busca explicar cómo funcionan los créditos de carbono, cuáles son sus promesas y, sobre todo, por qué se están cuestionando cada vez más desde diferentes sectores, incluyendo científicos, ONGs y especialistas.

¿Qué son los créditos de carbono?

Un crédito de carbono es, en esencia, un permiso para emitir una tonelada de dióxido de carbono (CO₂), considerado por algunos sectores el principal gas responsable del calentamiento global. El concepto surge de la idea de que, para frenar el cambio climático, no basta con reducir emisiones a nivel individual o nacional: también se puede «compensar» contaminando aquí y reduciendo en otro lugar.

Pero, ¿cómo funcionan los créditos de carbono? Imagine que dos fábricas emiten CO₂. Una de ellas, en Alemania, no logra reducir su contaminación porque sería muy costoso. La otra, en Brasil, ha plantado un bosque que absorbe CO₂. La empresa alemana puede pagar a la brasileña para quedarse con ese «crédito» de absorción, y así seguir contaminando, pero alegando que ha «compensado» su impacto.

Lo mismo sucede con las empresas que producen energías limpias (por ejemplo, eólica). Estas firmas, tras ser certificadas por consultoras como Verra o Gold Standard, generan créditos de carbono por no emitir CO₂. Pero como no necesitan esos créditos para compensar nada —porque ya de por sí sus emisiones son bajas—, los venden a industrias contaminantes. De esta forma, se genera un negocio «encubierto» que, como se verá más adelante, amenaza con convertirse en una inmensa burbuja especulativa.

Los créditos de carbono se comercializan en dos grandes tipos de mercados: los regulados y los voluntarios.

En la Unión Europea, por ejemplo, funciona el Régimen de Comercio de Derechos de Emisión (RCDE-UE), un sistema obligatorio que impone límites de emisión y permite el comercio de derechos entre empresas contaminantes. En Estados Unidos, California tiene su propio mercado regulado bajo el sistema cap-and-trade.

Por otro lado, los mercados voluntarios están activos en países como Brasil, Colombia o Kenia, donde empresas privadas desarrollan proyectos de conservación o energías limpias para luego comercializar créditos en plataformas internacionales, sin supervisión gubernamental directa.

Los mercados regulados están respaldados por normativas oficiales, como el mencionado RCDE-UE, que impone un tope de emisiones y permite a las empresas comprar o vender derechos según su nivel de contaminación.

Los mercados voluntarios, por el contrario, no están sujetos a legislación pública. Empresas privadas (como aerolíneas o tecnológicas) compran créditos para mejorar su imagen «verde», financiando proyectos de reforestación, energías renovables o conservación. En estos mercados operan certificadoras privadas como las mencionadas Verra o Gold Standard, que validan proyectos y emiten créditos con base en cálculos de reducción o absorción de CO₂.

¿Quién controla el mercado voluntario? Prácticamente nadie. Las certificadoras establecen sus propios métodos y estándares. Esto ha generado una gran opacidad: muchas veces, los créditos no reflejan reducciones reales, sino estimaciones teóricas.

Un informe de Ecosystem Marketplace de 2023 indicó que los mercados voluntarios generaron cerca de 346 millones de toneladas de créditos en 2022, mientras que el mercado regulado europeo movió unas 1.500 millones de toneladas. Es decir, aunque más pequeño, el mercado voluntario crece aceleradamente sin controles claros. Esto representa un riesgo significativo, ya que la falta de regulación facilita la emisión de créditos sin garantías de que correspondan a reducciones reales de emisiones. Además, abre la puerta a prácticas como la doble contabilidad, proyectos inflados o inexistentes y a la especulación financiera.

Un sistema con grietas

Una investigación de The Guardian, Die Zeit y SourceMaterial (2023) reveló que más del 90 % de los créditos emitidos por Verra no representaban reducciones reales. Algunos proyectos no habían evitado emisiones, otros ya existían antes de ser certificados.

«Cada vez hay más pruebas de que los proyectos de compensación han exagerado su capacidad para reducir las emisiones», señala una publicación de Carbon Brief. En la columna, publicada en septiembre de 2023 y firmada por varios especialistas, se sostiene que solo alrededor del 12 % de las compensaciones vendidas resultan en reducciones reales de emisiones.

Estos datos han llevado a múltiples organizaciones —incluso favorables a la acción climática— a advertir que el sistema favorece la especulación, la doble contabilidad y la perpetuación de modelos extractivos.

¿Un sistema justo para todos?

Los países en desarrollo suelen ser quienes alojan proyectos de compensación, como conservación de bosques, reforestación o energías limpias. Sin embargo, los beneficios económicos suelen ser capturados por empresas del Norte Global.

«Los proyectos también se han vinculado con el desplazamiento forzado de pueblos indígenas de sus tierras y con otros abusos de los derechos humanos», describe Carbon Brief con respecto a lo que sucede en los países subdesarrollados que generan los créditos de carbono.

Básicamente, es como si a un país se le dijera: «No construyas carreteras ni fábricas, porque necesitas preservar tu selva o allí instalar paneles solares para que otros compensen sus emisiones».

El caso español: transición ecológica sin control

España ha acelerado la implantación de energías renovables, pero de forma poco planificada. Es más, para muchos, el mercado de los créditos de carbono se ha convertido en una enorme y creciente burbuja financiera donde empresas de energías verdes se instalan para vender sus créditos de carbono a las grandes compañías y fondos de inversión.

En regiones como Castilla-La Mancha, comunidades rurales denuncian que se están arrancando olivos y desplazando cultivos para instalar megaparques solares o eólicos, sin participación ciudadana.

Según datos de Red Eléctrica de España, en 2024 la capacidad solar representó el 18,6 % y la eólica el 23,2 % de la generación de la energía eléctrica nacional.

José Vicente Andreu, presidente de ASAJA Alicante, advirtió en una entrevista con The Epoch Times que «esta estructura causará un impacto brutal en espacios protegidos […] Eso deja clara la voluntad de este Gobierno, que es erosionar la agricultura, erosionar el agua disponible y no hacer ninguna inversión para que la agricultura siga teniendo el recurso hídrico que necesita».

«Instalar una planta fotovoltaica en suelo agrícola es un delito ambiental», añadió de forma tajante.

Desde ASAJA, han denunciado que se están ocupando tierras fértiles para proyectos que «no generan empleo ni riqueza en las zonas rurales», y reclaman una moratoria inmediata para frenar este tipo de implantaciones.

También desde la Fundación Ingenio, su directora Natalia Corbalán ha expresado su rechazo al modo en que se están ejecutando algunos proyectos. En declaraciones a The Epoch Times, cuestionó la tala de olivos centenarios en Jaén (Andalucía): «Energías renovables sí, pero no así», dijo, reclamando una evaluación ambiental seria y mecanismos de control.

«Sorprende que se penalice al pequeño agricultor y, al contrario, se beneficie a fortunas inversoras en energías renovables», sintetiza el especialista en energía Gerardo del Caz.

«No es moralmente aceptable que, con la falsa excusa de salvar el planeta, se expropien unos terrenos de cultivo de olivos a unos pequeños agricultores para entregárselos a una empresa o fondos de inversión y que éstos se enriquezcan (aún más) instalando paneles solares», añade el académico.

¿Hay alternativas?

Algunos expertos proponen un sistema más estricto de tarifas de carbono, que no permita compensaciones sino que obligue a las empresas a pagar por cada tonelada emitida sin posibilidad de eludir el costo. Otros apuestan por auditorías internacionales más rigurosas y por limitar el uso de créditos a un porcentaje muy bajo de las emisiones totales.

También crecen las voces que piden transparencia total en los proyectos financiados y la participación de las comunidades locales en las decisiones ambientales.

En una conferencia de la ONU en Bonn, Erika Lennon, del Center for International Environmental Law, ha señalado que «la protección del clima no puede hacerse a costa de los derechos humanos».

En declaraciones a The Epoch Times, Gerardo del Caz sostiene que «la cuestión climática debe verse como un aspecto adicional de la política energética, nunca como el prioritario y, en todo caso, buscar alinear la reducción de emisiones de CO₂ con elementos como la independencia energética o la seguridad de suministro».

El experto de la Fundación Disenso concluye que «restringiendo el uso de los recursos energéticos bajo excusas climáticas, lo que se está haciendo es controlar o al menos condicionar el desarrollo económico según unos criterios políticos que van contra la libertad y contra la propia visión moral de un desarrollo económico como mejor respuesta a la pobreza».

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