España ha transitado un largo camino legal desde que el aborto era un delito absoluto hasta ser considerado un derecho. La primera ley de despenalización llegó en 1985, impulsada por un gobierno socialista, permitiendo la finalización del embarazo solo en tres supuestos: violación, grave riesgo para la salud física o psíquica de la madre o malformación del feto. Hasta entonces, el aborto se practicaba en la clandestinidad. Aquella ley del 85 supuso un tímido comienzo: en 1986 apenas se registraron 411 abortos en todo el país, pero al año siguiente el número de abortos subió a 16.206, mostrando el rápido aumento de casos una vez habilitada la vía legal.
La tendencia al alza continuó durante las siguientes décadas. En 2010, nuevamente bajo un ejecutivo socialista, se sustituyó el sistema de «supuestos» por una ley de plazos, que permitía el aborto libre hasta la semana 14 de gestación. Este cambio legal coincidió con cifras muy elevadas: en 2008 se había alcanzado un récord de 115.812 abortos, ligeramente inferior al pico histórico de 118 359 interrupciones registrado en 2011. Desde entonces, las estadísticas oficiales reflejaron una leve disminución en la segunda mitad de la década de 2010 (94.123 casos en 2017, por ejemplo), atribuida en parte a una mayor difusión de los llamados anticonceptivos de emergencia. Sin embargo, en los últimos años, la cifra anual vuelve a crecer: en 2024 se practicaron 106.172 abortos en España, aproximadamente 3.000 más que en el año anterior. En total, más de 2,6 millones de abortos se han realizado en nuestro país desde 1985 (cómputo agregado de series históricas). La edad de las mujeres que abortan también ha variado poco: la mayoría de los procedimientos ocurren en mujeres jóvenes de 20 a 24 años, aunque miles de adolescentes menores de 19 —e incluso niñas por debajo de 15 años— han abortado en estas décadas.
En cuanto a la legislación, tras la ley de 2010 vinieron nuevos ajustes. Un intento del Gobierno del Partido Popular en 2013 de volver a un modelo más restrictivo (el anteproyecto de ley del entonces ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón) fue retirado por falta de consenso. No obstante, en 2015 sí se aprobó una reforma puntual que exigía el consentimiento paterno para que las chicas de 16 y 17 años pudieran abortar, restricción que fue eliminada en la reforma de 2023 que, además, suprimió los tres días obligatorios de reflexión y reforzó la integración del aborto voluntario en la sanidad pública con registros de objetores. Con ello, a cuarenta años de la primera despenalización, España ha pasado de la clandestinidad a un escenario donde el aborto se reconoce legalmente como prestación sanitaria, aunque la controversia social dista mucho de resolverse.
Aborto sin matices: la postura del Gobierno actual
El Gobierno central, de extrema izquierda, defiende abiertamente el aborto como un derecho fundamental de la mujer y ha redoblado esfuerzos por consolidarlo institucionalmente. En esa línea se encuadra la creación de la página institucional para informar sobre la llamada interrupción voluntaria del embarazo (IVE), quieroabortar.org, la web oficial del Ejecutivo, gestionada por Sanidad e Igualdad, concebida para ofrecer «información clara sobre derechos, pasos y recursos» y, en la práctica, normalizar el acceso al aborto seguro y gratuito como parte de la cartera pública. Las autoridades denuncian que persisten las desigualdades territoriales: «las diferencias entre comunidades autónomas en la aplicación del derecho al aborto son inaceptables», ha sostenido la ministra de Sanidad, Mónica García, al reivindicar la plena integración en la red pública y el cumplimiento de los registros de objeción.
La crítica gubernamental a las trabas autonómicas ha sido especialmente dura con Madrid, donde la oferta en hospitales públicos ha sido históricamente minoritaria frente a derivaciones a clínicas concertadas; la oposición local ha subrayado que apenas un 0,31% de los abortos se realizan en la sanidad pública, obligando a muchas mujeres a asumir costes de 300-500 euros, algo que el Ejecutivo tacha de «inequidad» en el acceso . Para atajar estas brechas, Sanidad insiste en que la ley de 2023 obliga a todas las autonomías a asegurar la prestación y que «no cabe eludirla invocando la objeción» más allá de lo previsto en los registros de objetores, creados precisamente para garantizar la atención.
El paso más ambicioso ha sido el de intentar «blindar» el aborto en la Constitución. El Consejo de Ministros aprobó iniciar la reforma del artículo 43 para añadir el 43.4: «Se reconoce el derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo. El ejercicio de este derecho será garantizado por los poderes públicos, asegurando su prestación en condiciones de igualdad efectiva, así como la protección de los derechos fundamentales de las mujeres». La Moncloa explicó que la vía elegida es la reforma ordinaria (art. 167 CE), que requiere tres quintos en el Congreso y el Senado, e informe previo del Consejo de Estado; y no conlleva disolución de Cortes (a diferencia del art. 168). El objetivo declarado por Igualdad es «responder a la ola reaccionaria» y alinearse con países como Francia, donde ya se constitucionalizó el derecho a abortar en marzo de 2024. Los críticos, no obstante, ven en esta ofensiva una normalización sin matices, que equipara de facto el aborto —no solo el farmacológico, sino también el quirúrgico— a un método anticonceptivo más, si se le priva de advertencias sobre posibles riesgos.
El «síndrome posaborto» agita Madrid: de la propuesta a la rectificación
La aparente unanimidad institucional se quebró en Madrid. El 30 de septiembre de 2025, el pleno del Ayuntamiento —bajo la alcaldía del popular José Luis Martínez-Almeida— aprobó una propuesta de Vox para informar obligatoriamente a las mujeres que quisieran abortar sobre los supuestos riesgos del «síndrome posaborto». La moción, defendida por la concejal Carla Toscano, salió adelante con la mayoría del PP pese al rechazo de PSOE y Más Madrid; el acuerdo obligaba a Espacios de Igualdad, Madrid Salud y Samur Social a difundir esa información «de manera obligatoria, verbal y escrita, permanente y visible» en sus instalaciones . Desde Vox se enumeró una amplia lista de secuelas: «depresión, sentimiento de culpa, aislamiento, imágenes recurrentes, pesadillas, insomnio, alcoholismo, anorexia y bulimia, disfunciones sexuales, autolesiones, agresividad…», añadiendo que la «tasa de hospitalización psiquiátrica» de mujeres que abortaron «duplica» la de quienes no lo hicieron. Estos efectos secundarios son defendidos por el psiquiatra y doctor en Medicina, Jesús Poveda, que en sus intervenciones en diversos ayuntamientos y en el Parlamento de Madrid, ha destacado que los síntomas que sufre una mujer tras abortar «se parecen mucho a los que sufre una persona que padece estrés postraumático», como son alteraciones del sueño, ansiedad y depresión, en ocasiones dando lugar a intentos de suicidio, que se suman a las consecuencias físicas, cuando los abortos no se practican correctamente, entre las que se encuentran hemorragias, infecciones y, en algunos casos, esterilidad. Para Poveda es importante no olvidarse del hombre, en el que el duelo posaborto se manifiesta muchas veces en forma de depresión.
La reacción del Gobierno fue inmediata. Mónica García afirmó que «no existe el síndrome posaborto» y lo calificó de «mito sin respaldo científico», insistiendo en que «el aborto no aumenta el riesgo de trastornos mentales»; lo tildó de «bulo» y anunció que Sanidad estudiaría la legalidad de difundir esa información desde organismos públicos. El Salto informó del aviso ministerial por «posible ilegalidad» si se difundían «bulos» desde servicios municipales. Con la polémica en auge, el Ayuntamiento de Madrid matizó que se «informará sobre los efectos del aborto» «respetando el marco legal», una fórmula que desactivaba la referencia al «síndrome» y alineaba la comunicación con la supuesta evidencia científica . En paralelo, El País contextualizó el choque y recogió declaraciones cruzadas de portavoces sanitarios y políticos sobre la pertinencia de hablar de «síndrome» en servicios públicos . Finalmente, Almeida reconoció que «la ciencia no lo respalda» y descartó imponer mensajes que no estén avalados, confirmando la marcha atrás municipal.
Evidencia y vivencias: secuelas físicas y psicológicas del aborto
La cuestión de fondo sigue siendo: ¿qué consecuencias físicas y psicológicas tiene realmente el aborto para la mujer? En la comunidad científica española no está reconocido un «síndrome postaborto» como entidad clínica. La Sociedad Española de Contracepción y portavoces de salud pública han reiterado que no hay evidencia para hablar de «síndrome» y que los riesgos de salud mental se asocian en mayor medida a embarazos no deseados o a contextos de vulnerabilidad, no al procedimiento en sí; de ahí que consideren improcedente institucionalizar ese término en dispositivos municipales. Ahora bien, varios trabajos recientes piden prudencia: un estudio de cohorte canadiense con seguimiento de hasta 17 años observó más ingresos por problemas de salud mental tras abortar que tras otros desenlaces del embarazo (también más intentos de suicidio), con mayor impacto en menores de 25 años y en mujeres con antecedentes de enfermedades de salud mental.
Y en el terreno físico, un análisis de la literatura científica relevante sobre complicaciones posteriores al aborto señala que, aunque los abortos en entornos seguros tienen una mortalidad muy baja, no están exentos de hemorragia, infección/endometritis, retención de restos o perforación uterina, y que el riesgo aumenta con la edad gestacional; estima una tasa global de complicaciones en torno al 2 % y recuerda señales de alarma claras (fiebre, dolor que no cede, sangrados abundantes…) que exigen revisión médica.
Junto a esa postura oficial, existen voces —profesionales y de la sociedad civil— que rebaten la visión tranquilizadora y documentan daños significativos en un segmento de mujeres. Destaca el testimonio de Leire Navaridas, presidenta de AMASUV, asociación que acompaña y visibiliza el trauma por aborto. Navaridas sostiene que «el trauma posaborto existe» y que minimizarlo responde más a razones políticas que científicas; tras años de acompañamiento, afirma que abortar deja secuelas reales: «no es política, no es religión, es un daño real. Y la ciencia lo confirma». Para respaldarlo cita una «investigación longitudinal» publicada en «Journal of Psychiatric Research» que halló el doble de hospitalizaciones por trastornos de salud mental en el grupo que abortó respecto al que siguió con el embarazo, así como más adicciones y más intentos de suicidio.
A ello se suman informes sobre «riesgos conocidos» que apuntan a más partos prematuros y placenta previa en gestaciones posteriores, especialmente cuando hubo dilatación-curetaje complicaciones infecciosas, y que reclaman informar de forma explícita de estos posibles efectos a medio y largo plazo.
Además del plano psíquico, organizaciones como AMASUV alertan de posibles secuelas físicas cuando no hay seguimiento adecuado: trastornos menstruales, sangrados persistentes, infecciones uterinas y mayor riesgo de embarazos ectópicos o de abortos espontáneos posteriores. Ese riesgo —argumentan— aumenta si el sistema sanitario se limita a hacer la intervención sin revisiones ni apoyo posteriores, dejando a la mujer sola en un momento de vulnerabilidad. Guías divulgativas orientadas a pacientes recuerdan que el aborto farmacológico puede complicarse con infección o aborto incompleto si no hay control, y que practicar un aborto con una infección de transmisión sexual (ITS) no tratada eleva el riesgo de enfermedad inflamatoria pélvica y problemas de fertilidad; por eso recomiendan chequeos y seguimiento tras el procedimiento y cita de control para confirmar que todo ha ido bien.
Del mismo modo, una guía sobre riesgos a largo plazo del aborto sostiene que, aunque muchas mujeres no tendrán complicaciones, otras sí pueden experimentar depresión, ansiedad o flashbacks si hubo presión o dudas, y que pedir ayuda a tiempo evita cronificar el daño.
En esta lógica, advertir de estos riesgos no es «infundir miedo», sino garantizar un consentimiento informado; ocultarlos equivale a dar la espalda a quienes más protección requieren.
Precisamente estos días ha llegado a las pantallas españolas el largometraje documental Heridos, de Borja Martínez-Echevarría, centrado en las secuelas emocionales, psicológicas y familiares persistentes que deja el aborto, a través de cuatro testimonios sobrecogedores de personas que, tras años de silencio y de mucho sufrimiento, decidieron mirar de frente a esa herida para poder sanarla. El documental subraya que la herida no afecta únicamente a la persona que abortó, sino también a su pareja, a familiares y a todo su entorno. La directora de Producción del filme, Fátima Muñagorri, destacaba en el coloquio posterior a la proyección en Madrid, la «necesidad de darle voz» a los efectos secundarios de un aborto, «porque en los años 80, cuando el aborto se legalizó, no se conocían, pero ahora, cuarenta años después, sí».
Por otra parte, la existencia del Proyecto Raquel nos confirma la presencia de estas secuelas posaborto, a pesar de que la ciencia no les haya dado aún categoría de síndrome. Se trata de una iniciativa de la Iglesia Católica, que nació en EE. UU. en 1984, once años después de que el aborto se legalizara en EE. UU., que ofrece un proceso de sanación psicológica y espiritual a personas afectadas por un aborto. Una red de consejeros, psicólogos, psiquiatras y sacerdotes que, sin juzgar ni condenar, brindan acompañamiento individualizado y confidencial para ayudar a quienes sufren las consecuencias de un aborto voluntario, ya sean las mujeres que han abortado, sus parejas o familiares o cualquier otra persona implicada en el aborto.
En España, el Proyecto Raquel acompaña anualmente a unas 700 personas en todas sus diócesis, algunos de cuyos testimonios están recogidos en la red.
Respuesta provida: alerta moral, «ciencia incómoda» y batalla legal
Ante la agenda gubernamental de normalización y blindaje, el movimiento provida —federaciones, plataformas cívicas y juristas— ha intensificado su actividad. Tras el anuncio de reforma constitucional, asociaciones provida advirtieron que elevar el derecho al aborto a la Constitución llevaría a España «a la cima de las civilizaciones más crueles y retrógradas», en palabras de Alicia Latorre (Federación de Asociaciones Provida y Plataforma Sí a la Vida), quien urgió a sustituir esa prioridad por una Ley de Apoyo a la Maternidad que proteja a las mujeres vulnerables. NEOS, think tank impulsado por Jaime Mayor Oreja, calificó el plan de «cortina de humo» para desviar la atención de casos de corrupción que acorralan al Gobierno, avisando de la perversión jurídica y moral que supondría «crear un supuesto derecho a matar» con rango constitucional.
En el frente jurídico, la Fundación Española de Abogados Cristianos anunció acciones legales por la polémica del «síndrome posaborto» en Madrid y, después, presentó denuncia ante la Fiscalía contra Mónica García por «negar los riesgos del aborto», atribuyéndole un posible delito de prevaricación y otro contra la salud pública por imprudencia grave, al «negar, ocultar o minimizar» riesgos y exponer a las mujeres a decisiones desinformadas. En sus argumentos invocan, además, un precedente judicial relevante: la condena a la patronal de clínicas abortistas por publicidad engañosa al ocultar secuelas a las mujeres (fallo ratificado por el Tribunal Supremo), una causa que la fundación esgrime como prueba de que no informar de riesgos vulnera derechos sanitarios elementales.
En el plano institucional, portavoces del PP subrayaron que «dar más información nunca puede ser malo», mientras Vox mantiene que el consentimiento informado debe incluir «todos los posibles efectos» del aborto, sin eufemismos. Al otro lado, Sanidad y aliados (incluida Más Madrid) sostienen que informar sí, pero con evidencia, y que «síndrome» es un término inexistente en la nosología internacional; por ello, impugnarán cualquier medida que obligue a difundir información falsa o engañosa desde dispositivos públicos. La controversia ha saltado también a otros consistorios —Valladolid vivió un «cisma» al plantearse un esquema similar, con el choque entre Vox, el alcalde del PP y la ministra de Ciencia, Ana Redondo—, prueba de que la batalla cultural se expande territorialmente.
Blindar el aborto en la Constitución: viabilidad y política del humo
El Gobierno ha iniciado formalmente el trámite para blindar el aborto en la Constitución sin necesidad de disolver las Cortes, con un texto de reforma que primero deberá pasar por el Consejo de Estado y luego por el Congreso y el Senado, donde el PP ya ha mostrado su rechazo; la fórmula elegida, el art. 167, exige mayorías reforzadas de tres quintos en ambas cámaras . La Moncloa detalla el contenido propuesto (nuevo art. 43.4) y su justificación: consolidar una «garantía prestacional» vinculada al derecho a la salud y reforzar la provisión en la sanidad pública, además de activar el cumplimiento autonómico de registros de objetores.
Los detractores interpretan el anuncio como «cortina de humo» para ocultar escándalos y marcar agenda ante un horizonte parlamentario adverso: sin tres quintos, la reforma no saldrá. En ese sentido, la comparación con Francia funciona más como bandera política que como hoja de ruta viable en el Congreso actual, y alimenta un debate que distrae de problemas urgentes en sanidad, economía y corrupción —según denuncian plataformas cívicas y oposiciones—.
Entre el derecho sin matices y el deber de informar
España vive un pulso abierto en torno al aborto. Por un lado, quienes promueven el aborto como derecho constitucional sin matices, con una visión prestacional y homogeneizadora del servicio. Por otro, quienes sostienen que el derecho a decidir exige información completa y rigurosa sobre posibles consecuencias físicas y psicológicas —y que negar esos datos a las mujeres es insostenible desde una ética de la autonomía bien entendida. Entre ambas visiones, una parte de la sociedad civil está dispuesta a plantar cara a la frivolización de un asunto tan serio, como muestran las acciones legales de Abogados Cristianos y las movilizaciones provida. El desenlace dependerá de si se impone un modelo de derecho sin preguntas o un modelo de libertad informada, que admita que, además de la vida del nasciturus, también está en juego la salud integral de la mujer.
Conviene, además, recordar una lección reciente: el poder tiende a invocar «la ciencia» —convertida en fórmula mágica— para blindar decisiones políticas discutibles. Sucedió durante la pandemia: se adoptaron medidas que después se revisaron o se matizaron, no porque «la ciencia» cambiara de bando, sino porque la evidencia evolucionó; se incorporaron nuevos datos, se corrigieron errores y se ajustaron conclusiones. Apelar a «la ciencia» no equivale a seguir la mejor evidencia disponible: a menudo se trata del discurso oficial de una administración o de un comité, que puede incurrir en sesgo de confirmación, seleccionar estudios convenientes y silenciar dudas razonables. En materia de aborto, esto se traduce en presentar la finalización voluntaria del embarazo como un trámite neutro y universalmente inocuo, cuando existen datos —incluidos metaanálisis y cohortes de gran tamaño— que describen riesgos no triviales en determinados perfiles y contextos. Un Estado serio no impone lemas; abre los datos, documenta incertidumbres, pondera la calidad metodológica y garantiza que la mujer reciba una información veraz, completa y comprensible, sin consignas ni eufemismos. Solo así la «autonomía» deja de ser una palabra talismán para convertirse en una elección verdaderamente libre.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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