Hubo una versión posible de mi vida que, durante mucho tiempo, pareció ser el camino que estaba siguiendo. Era una restauradora de éxito, financieramente independiente, con una vida impecable y refinada que la mayoría consideraría un logro. Podría haberme quedado ahí: una mujer soltera con un par de mascotas bien adiestradas, una hermosa casa en una urbanización privada con campo de golf y un negocio próspero. Sin obligaciones, sin interrupciones y sin manos indiscretas que me tiraran de la camisa mientras intentaba responder un correo electrónico.
La sociedad habría aplaudido esa versión de mí y la habría llamado libertad.
Lo irónico es que, durante ese tiempo, alimentaba a miles de personas con comida casera. Conocía el valor de los ingredientes auténticos y de las técnicas culinarias tradicionales, pero no alcanzaba a comprender por completo el significado profundo de la nutrición. No solo la nutrición física, sino también el trabajo cultural y generacional que se produce cuando las familias cocinan y comen juntas, la labor que forja la identidad.
Hoy, mi vida es muy diferente. Tengo cuatro hijos y una granja, y en nuestra rutina casi nada es tranquilo ni está bajo control. Ayer mismo, mi hijo de diez años estaba a mi lado preparando mermelada de arándanos y moras, y luego envasamos salsa barbacoa casera. Los más pequeños corrían descalzos a nuestro alrededor, entrando y saliendo de la cocina como pequeñas golondrinas, dejando tras de sí risas, preguntas y un rastro de migas. Era caótico, imperfecto y pausado. Sin embargo, en medio del bullicio, pude sentir algo ancestral, algo que estaba en su sitio.
Momentos como ese solían ser lo habitual. Hoy son la excepción, y tomar conciencia de ello ha despertado algo en mí. Plantea una pregunta difícil que mucha gente evita, porque intuye que la respuesta resulta incómoda.
¿Qué cambió? ¿Cómo llegó a ocurrir que alimentar a nuestras familias se volviera opcional, inconveniente o incluso una carga? ¿Cómo es posible que las habilidades humanas básicas se hayan vuelto escasas?
Cuanto más reflexiono sobre el pasado, más me acerco a una conclusión de la que muchos prefieren no hablar. Que las mujeres dejaran el hogar durante la segunda ola del feminismo podría ser una de las causas principales de la crisis de salud en Estados Unidos. Y no solo de esa crisis, sino también de una larga lista de problemas que no abordaré en este artículo.
Antes de que alguien se incomode, conviene precisarlo. El feminismo de la primera ola fue necesario. El derecho al voto, a la propiedad, a la protección legal y a decidir sobre nuestras vidas era esencial. Eso era justicia.
El feminismo de la segunda ola fue distinto. No solo defendió la igualdad de oportunidades, sino que redefinió el significado mismo de la feminidad. A las mujeres se les dijo que la maternidad era opcional, que las tareas domésticas eran opresivas y que alimentar y cuidar a una familia quedaba por debajo de su potencial. El mensaje era que el valor residía fuera del hogar, no en él.
Y entonces llegó la promesa que toda niña de mi generación asumió, aunque casi nunca se expresara abiertamente: puede tenerlo todo.
A menudo hablo de las pequeñas mentiras que nos vemos obligadas a aceptar para desenvolvemos en la vida moderna. Pero esta no es pequeña; es inmensa. No solo nos la repetimos a nosotras mismas, sino que también la trasladamos a otras mujeres. Aplaudimos el agotamiento y lo presentamos como logro. Normalizamos la sensación de estar abrumadas y la llamamos equilibrio. Fingimos que el coste no existe.
La verdad es que las consecuencias no recaen únicamente en las mujeres que intentan satisfacer a todo el mundo. Se han extendido por toda la sociedad. Sufrimos carencias afectivas y nutricionales, no solo emocionales, sino también físicas. Una generación crece sin comida de verdad, sin rutinas familiares y sin la memoria biológica y cultural que antes generaban cocinar y comer juntos.
Mientras se insistía en que el valor de las mujeres estaba fuera del hogar, las empresas de alimentación industrial buscaban su próximo mercado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la infraestructura para producir alimentos a gran escala ya estaba en marcha para abastecer las raciones militares. Al terminar el conflicto, las corporaciones necesitaban nuevos destinos para esos productos. Las mujeres trabajadoras se convirtieron en la vía perfecta.
La comida precocinada se presentó como libertad. Las fórmulas se vendieron como ciencia. Las comidas congeladas se ofrecieron como símbolo de progreso. Cocinar pasó a considerarse anticuado, innecesario e incluso una tontería para cualquier mujer que quisiera ser tomada en serio.
En alguna sala de reuniones, alguien dio con la clave psicológica. Si se lograba convencer a las mujeres de que preparar comida para sus familias era un desperdicio de potencial, la comida procesada se convertiría en la nueva normalidad.
Y aquí estamos, dos generaciones después, contemplando las consecuencias. Las enfermedades crónicas infantiles son ya algo común. Las alergias y los trastornos autoinmunes se han disparado. Mucha gente no sabe cocinar platos sencillos. Muchos niños desconocen el origen de los alimentos. Y nuestra dependencia de las grandes empresas para alimentarnos se ha asentado de tal manera que la mayoría ni siquiera la percibe.
No solo hemos perdido la nutrición. Hemos perdido la conexión, los rituales, el ritmo, la identidad y la capacidad de decisión.
No escribo esto desde una posición de perfección. Sigo siendo el sustento principal de mi familia. Muchas de nuestras comidas provienen del restaurante de la granja, en lugar de mi cocina. Rara vez nos sentamos a comer juntos. Aún estoy lidiando con mis propios condicionamientos.
Pero incluso en la imperfección, sé que la salida no pasa por avergonzar a las mujeres ni por dar marcha atrás en el tiempo. Pasa por reconocer lo que se perdió y recuperar lo que importa. Incluso los pequeños pasos cuentan. Cultivar algo. Cocinar una comida completa a la semana. Dejar que los niños remuevan la olla, aunque el desorden retrase el resto. Elegir comida preparada por una persona en lugar de una fábrica. Sentarse a la mesa juntos, aunque sea de vez en cuando.
Porque alimentar a quienes amamos nunca ha sido algo insignificante. Siempre ha sido una de las responsabilidades más importantes de una familia, una cultura y una sociedad.
Quizás la forma más reciente de liberación no sea escapar de las tareas del hogar, sino recuperar su significado.
Las opiniones expresadas en este artículo son del autor y no reflejan necesariamente las de The Epoch Times.
Artículo publicado originalmente en The Epoch Times con el título «The Convenience Culture Crisis: How Second-Wave Feminism Helped Make America Sick»
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