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La fe vence al miedo: un superviviente de la tortura relata el trato «brutal y cruel» que le infligió el PCCh

Ceder ante la persecución del régimen solo agrava la situación, según el testimonio de un hombre torturado casi hasta la muerte por sus creencias
noviembre 17, 2025 15:36, Last Updated: noviembre 17, 2025 20:25
By Petr Svab

David Xie fijaba la vista en el techo. Una luz blanca permanecía encendida día y noche, imposible desviar la mirada. Pero ese era el menor de sus problemas.

Yacía en una cama, con las manos extendidas sobre la cabeza y esposadas a la estructura metálica, los pies atados con tiras de tela. Estaba detenido por tiempo indefinido. No tenía condena que cumplir ni futuro que esperar.

Lo llamaban «el lecho de muerte», asegura Xie. Había soportado palizas y otras formas de tortura que él mismo califica de especialmente crueles, pero este tormento era aún peor: permanecer encadenado a la cama, sin fin, sin poder moverse. Pronto empezó a sentir dolores por todo el cuerpo. Y ese sufrimiento nunca cesó, ni siquiera cuando suplicó que lo dejaran morir. Pero no se lo permitieron. Lo alimentaban por vía intravenosa para mantenerlo con vida, día tras día, semana tras semana, mes tras mes.

«Te deja absolutamente sin esperanza», declaró Xie a The Epoch Times. «Es aterrador. Esta tortura psicológica puede ser incluso más brutal y cruel que la tortura física».

Ni siquiera sabía dónde estaba. Solo sabía que los guardias vestían el uniforme de la policía armada de Pekín. Pero sí sabía por qué estaba allí.

«Cuando aceptes la transformación, podrás levantarte de esta cama», le dijo el funcionario Hu Zihui. «De lo contrario, te quedarás aquí el resto de tu vida». «Transformación» es la jerga que utiliza el aparato de seguridad del Partido Comunista Chino (PCCh) para describir la presión para que una persona renuncie a sus creencias; en este caso, la fe de Xie en Falun Gong, una práctica espiritual basada en ejercicios físicos lentos y en los principios de verdad, compasión y tolerancia.

Esta práctica ganó popularidad en China durante la década de 1990, inicialmente elogiada por los medios estatales por sus beneficios para la salud. Pero cuando una investigación gubernamental reveló que más de 70 millones de personas la seguían, la actitud del PCCh cambió drásticamente. El 20 de julio de 1999, los medios del Partido anunciaron la prohibición de Falun Gong y lanzaron una implacable campaña de propaganda en su contra.

Xie empezó a practicar Falun Gong en 1998, siguiendo el consejo de un familiar y de un profesor universitario. Afirma que sus enseñanzas morales lo cautivaron de inmediato.

«Nunca había encontrado un solo libro, leído ninguna teoría académica ni cursado ninguna asignatura en la escuela que realmente enseñara a la gente a ser buena, a ser mejor persona o a cultivar la verdad, la compasión y la tolerancia», explica.

David Xie, practicante de Falun Gong y superviviente de la tortura, en China, en abril de 1998. (Cortesía de David Xie)

Su afección cardíaca, que le hacía sentir que moría casi una vez al mes, desapareció casi por completo tras dedicarse a la práctica, al igual que la depresión que arrastraba, explica.

En julio de 1999, visitaba a sus abuelos en la ciudad de Anqing, a unos 500 kilómetros al oeste de Shanghái, donde vivía con sus padres y estudiaba en la universidad. Cuando se promulgó la prohibición de Falun Gong, no la comprendió.

«Nos permitían practicar un día y, al siguiente, no», indicó.

A los 21 años no le interesaba la política ni tenía ninguna opinión particular sobre el PCCh. Con la perspectiva del tiempo, reconoce que no era consciente del tipo de régimen bajo el que vivía.

«Le resultaba simplemente inimaginable. ¿Cómo podía el Gobierno reprimir algo así? La única hipótesis que podía considerar era que se habían equivocado». Decidió entonces presentar una apelación ante el gobierno provincial.

«Como estaban equivocados, tuvimos que explicarle al Gobierno que Falun Gong era algo bueno y que cometían un error», resume su razonamiento.

No estaba solo. Un grupo de personas ya aguardaba tranquilamente frente al edificio oficial, relata.

«En cuanto llegamos, la policía empezó a detener a la gente», recuerda.

Los llevaron a una remota aldea de montaña. Allí, la policía registró sus datos de identidad, difundió propaganda anti-Falun Gong por altavoces y luego los transportó en autobús a una ciudad más grande, donde los liberaron.

David Xie, superviviente de la persecución de Falun Gong en China, en febrero de 1999. (Cortesía de David Xie)

El viaje a Pekín

Xie explica que le llevó varios meses ordenar sus ideas. En octubre de 1999 decidió dirigirse al gobierno central en Pekín, una vía que, en teoría, permite a los ciudadanos chinos presentar quejas contra el régimen.

Estaba, como mínimo, mal preparado. Bajó del tren sin saber adónde ir ni qué hacer. No conocía a nadie en la capital. Lo único que consiguió fue encontrar un lugar donde pasar la noche en un edificio universitario en construcción.

«Extendí un periódico en el suelo y dormí allí», recuerda. Acostumbrado al clima templado de Shanghái, el frío de octubre en Pekín lo despertó en mitad de la noche.

«Me levanté para caminar un poco e intentar entrar en calor», continúa.

Sin saberlo, Xie ya estaba bajo vigilancia. En aquella época, el gobierno central castigaba a los funcionarios locales cuyos electores acudían a Pekín para manifestarse a favor de Falun Gong. Más tarde se enteraría de que varias personas de su universidad lo esperaban cerca de la plaza de Tiananmen, listas para detenerlo si aparecía.

«Oí que estuvieron allí sentados en taburetes todo el día», dijo.

Al día siguiente se enfrentó a un dilema: volver a casa, arriesgándose a ser arrestado o a que le prohibieran la entrada a Pekín, o quedarse más tiempo y arruinarse rápidamente.

«Sentía que aún no había hecho lo que me había prometido», explica.

Decidió entonces quedarse y buscar trabajo. Por las noches se colaba en las aulas de la universidad para dormir. Pronto encontró un empleo como vendedor de aparatos electrónicos a domicilio. Le prometieron una comisión de 100 yuanes por cada unidad vendida, unos 14 dólares. Pero después de más de un mes no había conseguido ninguna venta. Con sus últimos cinco yuanes compró pan blanco y se racionó una barra al día. Por suerte, su jefe le había permitido dormir en una residencia que compartía con otros seis trabajadores.

Todos en la residencia sabían que practicaba Falun Gong, pero al parecer nadie lo denunció a la policía. Su comportamiento parecía tener más impacto que la propaganda oficial. Trabajaba duro, ayudaba a los demás y se apreciaba especialmente que se ofreciera voluntario para cocinar.

Poco a poco empezó a ganar lo suficiente para mantenerse e incluso llegó a ser jefe de equipo.

Un día, mientras se abastecía en el mercado mayorista, mencionó que practicaba Falun Gong. Un comerciante le habló entonces de otro practicante que trabajaba allí. Tardó en encontrarlo, pero para Xie significó mucho: por primera vez entraba en contacto directo con la comunidad de Falun Gong en Pekín.

En 2001, cuando la empresa para la que trabajaba quebró, pensó que la persecución podría estar disminuyendo y decidió llamar a su familia.

Como era de esperar, su madre estaba preocupada. Le había dejado una carta explicándole su decisión de ir a Pekín, pero no habían vuelto a tener noticias de él. Le pidió que regresara a Shanghái inmediatamente. Allí descubrió que la universidad lo había expulsado por haber viajado a la capital, a pesar de que nunca había presentado una queja ante la Oficina de Quejas del Gobierno.

En lugar de remitir, la persecución se intensificó. Este hecho inquietó a Xie. Sabía que la situación empeoraba en Pekín y quería ayudar. Cuando pudo reunirse con miembros de Falun Gong en la capital, les preguntó cómo podía serles útil. Le explicaron que necesitaban a alguien que sorteara la censura de Internet y obtuviera documentos sobre la persecución, tarea que hasta entonces había estado reservada a personas mayores con poca experiencia en informática; algo que no suponía ningún problema para Xie.

Así pues, regresó a Pekín, alquiló un pequeño apartamento y compró un ordenador y una impresora. Imprimió los documentos y se los entregó a otra persona, que se encargó de distribuirlos. En aquel momento se trataba de una organización improvisada, pero, según una estimación posterior de Freedom House, surgieron cientos de miles de grupos similares por toda China.

Pronto Xie mismo se implicó en la distribución. Era una tarea peligrosa: «Toda la ciudad estaba tensa», recuerda.

«Veíamos innumerables policías uniformados en las calles, en las estaciones de metro, por todas partes», explica.

Sentía una presión inmensa cada vez que transportaba materiales de Falun Gong. Ser arrestado por la posesión de tales escritos significaba ir a un campo de trabajos forzados o a la cárcel. Un gélido día de diciembre de 2001, sus temores se hicieron realidad. Mientras caminaba por la Avenida Central del Tercer Anillo Norte, dos hombres le bloquearon el paso. Intentó retroceder, pero otros dos ya lo seguían.

«Estaba completamente desprevenido», añadió.

Lo tiraron al suelo, lo esposaron y le pusieron una bolsa en la cabeza.

Detención y tortura

Xie fue llevado a un lugar desconocido para un interrogatorio. Varios policías le preguntaron por sus contactos con otros practicantes de Falun Gong, pero no reveló nada. Entonces comenzaron los abusos.

Un agente le apretó el cuello con una porra para impedir que gritara, mientras otro lo golpeaba en la espalda y en las piernas con otra.

«Fue extremadamente brutal», relata Xie.

Las porras eran de hierro recubiertas de goma. Cada golpe era sumamente doloroso, pero los moretones no aparecían de inmediato, lo que ocultaba las señales de la violencia. Antes de que perdiera el conocimiento por falta de oxígeno, los agentes aflojaban el agarre para que pudiera respirar unos instantes. Luego volvían a asfixiarlo y a golpearlo.

Estos agentes sabían perfectamente lo que hacían y demostraron una «pericia» fría y controlada, observa.

«Si hubiera sido su primera vez, no lo habrían hecho así», comenta.

Fue en ese momento cuando comprendió plenamente la «extrema malevolencia» del PCCh.

«De repente entendí que el Partido Comunista Chino no tenía nada que ver con la imagen que proyectaban sus libros», confiesa.

Aclara que estos policías «no tenían humanidad». Lo amenazaron de muerte si no accedía a «cooperar».

«Te colgaremos de un árbol toda la noche, luego cavaremos un hoyo y te enterraremos vivo», le dijeron.

«¿Cómo puede un simple policía decir algo así? Es impensable», enfatiza Xie.

Le lanzaron otra amenaza: «Te vamos a enviar al noreste de China».

En aquel momento no comprendió las implicaciones. Solo años después supo que, por entonces, el noreste era la región donde el PCCh llevaba a cabo masacres a gran escala de practicantes de Falun Gong detenidos para la sustracción de órganos, según diversas denuncias.

Tras la paliza, le pusieron una bolsa en la cabeza antes de trasladarlo a un centro de detención secreto. No tenía ni idea de adónde lo llevaban y, en cualquier caso, saberlo habría sido inútil. El discreto edificio ostentaba la pomposa inscripción «Centro de Formación Jurídica de Pekín». En realidad, funcionaba como un centro de lavado de cerebro y tortura.

Se abrieron numerosos centros similares por toda China para «transformar» a los practicantes de Falun Gong. Según testimonios de antiguos detenidos recopilados por Minghui.org, podían encarcelar a alguien allí durante días o meses sin ningún proceso legal.

Lo pusieron en régimen de aislamiento, bajo vigilancia constante por cámaras. Era imposible cualquier contacto con el exterior.

Xie se negó a ceder. Inició de inmediato una huelga de hambre. Pero los guardias vieron esto como una oportunidad para imponerle una nueva forma de tortura: la alimentación forzada. Varias personas lo sujetaron a una silla mientras otra le introducía un largo tubo de goma por la nariz hasta el estómago.

No había nada humano en ello, comenta.

«Es extremadamente doloroso», señala. Soportó múltiples alimentaciones forzadas.

Una vez, por error, el tubo le llegó a los pulmones. Un policía, haciéndose pasar por personal médico, se dio cuenta a tiempo y lo extrajo; de lo contrario, Xie habría muerto. Minghui ha documentado numerosos casos semejantes.

Otro método de tortura consistía en exponerlo al frío extremo. En invierno, los guardias irrumpían en su celda en mitad de la noche, abrían la ventana y le vertían varias botellas de agua helada sobre la cabeza, dejándolo empapado en temperaturas bajo cero.

También difundieron rumores de que otros practicantes habían renunciado a su fe para cooperar con las autoridades.

«Simplemente quieren hacerte creer que, si todos los demás han renunciado, entonces tú también deberías hacerlo», explica Xie.

Aun así, se negó a ceder.

Entonces lo ataron a la cama de castigo.

Permaneció allí durante más de siete meses, hasta que su debilidad fue tal que su pulso se ralentizó peligrosamente y su tensión arterial bajó a 40/70. Al darse cuenta de que estaba cerca de la muerte, finalmente lo desataron.

«No querían hacerse responsables de mi muerte», recuerda.

Sus músculos estaban terriblemente atrofiados.

El fin del miedo

A estas alturas, Xie explica que había superado por completo su miedo al dolor y a la muerte. Ya no había nada que los guardias pudieran utilizar para amenazarlo, e incluso parecían comprenderlo. Practicó ejercicios de Falun Gong en su celda y atribuye a esa práctica su lenta recuperación. Nadie lo detuvo.

Sin embargo, cuando se restableció, la tortura se reanudó. Esta vez fue el «banco del tigre». Lo obligaron a sentarse en un pequeño taburete durante aproximadamente 18 horas al día. Este sencillo método de tortura le causaba un dolor insoportable.

Ni siquiera esto logró doblegarlo. Fue liberado en enero de 2004, tras cumplir la condena habitual de un año en un campo de trabajos forzados.

Regresó a Shanghái y, después de varios años, logró escapar a Estados Unidos.

David Xie, superviviente de la persecución de Falun Gong en China, en Port Jervis, Nueva York, el 2 de noviembre de 2025. (Petr Svab/Epoch Times)

«Desde que llegué a Estados Unidos, he comprendido verdaderamente lo que significa la libertad. Aquí puedo practicar Falun Dafa libremente, meditar pacíficamente en parques públicos sin temor alguno e incluso marchar con miles de otros practicantes por las bulliciosas calles de Manhattan. Una escena así sería inimaginable en China continental», escribió en un correo electrónico.

Según él, gran parte de la persecución se basa en el miedo. El régimen fomenta la autocensura e insta a todos a evitar cualquier cosa que pueda conrtrariarlo. Pero, según ha comprobado, el efecto es el contrario: solo cuando superó por completo su miedo, sus perseguidores aflojaron el control.

«Ya no se atrevieron a perseguirme», afirma.

Xie expresa su profunda gratitud a Estados Unidos por brindarle la oportunidad de llevar una vida digna.

«En esta tierra de libertad, finalmente he descubierto el respeto y el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales y la libertad de creencia, derechos que toda persona debería disfrutar naturalmente», confiesa.

«Espero que pronto todos los que viven en China continental puedan experimentar también esta misma sensación de libertad, dignidad y felicidad».

Artículo publicado originalmente en The Epoch Times Francia con el título «La foi plutôt que la peur : un survivant de la torture témoigne du traitement «brutal et cruel» infligé par le PCC».

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